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LORD MACAULAY.

casi ridículamente con Ja oratoria revolucionaria de

todos los demás países. Los dos partidos ingleses

mencionaban siempre con solemne respeto las anti–

guas tradicion!'ls constitucionales del Estado. La única

cuestión era saber de qué modo habían de entenderse

aquellas tradiciones. Los defensores de la libertad no

dijeron una palabra acerca de la igualdad natural

entre los hombres y de·la inalienable soberanía del

pueblo, ni de Harmodio ó Timoleón , ni de Bruto el

Mayor, ni siquiera de Bruto el Joven. Cuando se les

dijo que, según las leyes de Inglaterra, la corona, en

el momento de una renuncia, debía pasar al próximo

heredero, constestaron que, según las mismas leyes,

los vivos no pueden tener herederos. Cuando se les

dijo que no había precedente para declarar el trono

vacante, trajeron del archivo de la Torre un rollo de

pergamino que tendría casi trescientos años, donde,

en caracteres góticos y latín bárbaro, se apuntaba

que los Estados del Reino habían declarado el trono

vacante, separando á un pérfido y tirano Plantage–

net. Cuando al fin terminó la disputa, los nue·fos So–

beranos fueron proclamados con la antigua pompa.

Desplegóse todo el fantástico aparato de la heráldica,

Clarencieux y Norroy, Portcullis y Rouge Dragon,

las trompetas, las banderas, las grotescas dalmáticas

con sus bordados de leones y flores de lis, nada falta–

ba. Entre los títulos reales no se olvidó el de Rey de

Francia, que había tomado el vencedor de Cressy . A

nosotros, que vivimos en 1848, parecerá casi un abuso

de términos, el designar con el terrible nombre de re–

volución un suceso desarrollado con tanta reflexión,

con tanta mesura y con tan minuciosa observancia

de las prescripciones de la etiqueta.

Y sin embargo, esta revolución , la menos violenta

de todas las revoluciones, ha sido la más beneficiosa.