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LORD i\IACAULAY.
de dónde venían estos hombres
y
qiaién los
mandap~.
continuó en vuelto en el misterio. Y pronto llegarom
noticias de diferentes distritos que extraviaron aúw
más el espíritu público. El pánico nQ se había limi–
tado solo á Londres. Al mismo tiempo
y
con maligna
ing·enuidad, en multitud de lugares, separados .Por
grandes distancias, había corrido la voz de que los d,is–
per~os
soldados irlandeses venían á dar muerte á los
protestantes. Gran número de cartas hábilmente re·
dactadas para aterrorizar al pueblo ignorante, habían.
sido enviadas por diligencias, carros
y
por el correo
á
varias partes de Inglaterra. Todas estas cartas lle–
garon, casi al mismo tiempo,
á
su destino. En cien
ciudades
á
la vez creía firmemente el populacho que·
muy pronto iba
á
llegar una multitud de bárbaros
armados, dispuestos
á
perpetrar crímenes tan horri–
bles como los que habían deshonrado la rebelión de
UJster. Ningún protestante encontraría merced. Los
hijos serían oblig·ados, por la tortura, á asesinar
á
sus padres. Los infantes serían paseados en las puntas
de las picas 6 arrojados entre las humeantes ruinas
de las que, no ha mucho, eran sus felices moradas_
Reuniéronse g randes multitudes, armándose cada
uno como podía. En alg·unas ciudades el pueblo em–
pezq
á
derribar puentes y
á
levantar barricadas; mase
pronto hubo de cesar la excitación. En muchos dis-–
tritos, cuantos de tal modo se habían dejado engañar,
supieron, con placer no exen to de vergüenza, que n0<
babia un solo soldado papista
á
siete jornadas de dis–
tancia. Cierto que hubo sitios donde se presentaron.
algunas bandas errantes de Irl andeses pidiendo víve–
res; mas no ha de llamárseles criminales porque n<>
se- <i!ecidieran
á
morir de hambre, y no hay ningún
testimonio con el cual pueda probarse que
inmoti~
-v.adamente cometieran ningún atropello. La verdad