caballeretes, además de regalar gruesa o
media gruesa de botones broncíneos, (des–
pués, en el siglo XIX, fueron de peltre}
a las damitas de su pensamiento, y los papás
a sus hijos y sobrinos, compraban pasteli–
tos, pastezuelas, confitadas, panecillos y
frutas melosas, cada quien todo en un car–
tuchazo tanto más grande cuanto más el
porte del obsequiante. Y paseantes de am–
bas líneas entre idas y v-enidas a paso muy
despaciado, se despachaban las ricas golo–
sinas muy peripatéticamente, concluyendo
todavía no en la plaza Real misma la mo–
lienda, sino en la
dulcería
de la esquina
de las calles lngavi y Yanacocha, o d·e la
ídem de
La
Merced
(crucero de las calles
lllimani y Colón), o en algún local más
moderno y m'ás
parishiense,
como
La Perla
(1894-1910} de la misma plaza que per–
dió lo realista y dió en lihertaria con eso
de Murillo. En tales sitios se administra–
ba por un real sorbete de leche, o canela,
o tumbo o chirimoya o mora, helados en
heladeras de hacer girar a mano entre pa–
nes de hielo resalado (¡oh, señoras y seño–
ritas contemporáneas, no me digáis nada
de nuestros esbeltos frigidaires!) que, a
lomo de allpachos y carwas traían arrieros
desde las heleras del Uaynapotosí o del Mu–
rurata, como quien dice de la vueltecita
de la esquina, cuando no era de las faldas
mismas del Illimani.
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Tres buenos días se tenía para el paseo
y el mercar o cambiar las miniaturas de
ropa, alimentación y víveres y vivienda,
destinadas al duendecillo hogareño de la
mitología aimara, que algún gaznápiro su–
niense lo considera sin reparo alguno y en
calidad de crítico literario, nada más que
hijo del Dios Supremo de aquella cultura
para él y tantos otros inédita. Al final del
tercero, a la del
Angelus
(no lo ponemos
sino por exactitud en el s·eñalamiento del
tiempo diario) la mocería anónima
y
se–
mianónima de lo que se dice
walaychada
y se compone de bribonzuelos, se dedicaba
a la trapaza que, luego por des·enfreno con–
vertíase en despojo y saqueo más o menos
ruidoso y festivo, que se llama aún
waica.
Los criollos de todo temple, eri
Alacitas
se daban sus manos de enamoramiento refe–
rido a las cholitas, de donde arrancan los
nacimientos de innúmeros mestizos, los
hombres auténticamente paceños
y
del todo
bolivianos.
Finalmente, decimos que la feria que aún
es costumbre con plena vigencia porque la
léaltad ha iluminado la razón de las mu–
nicipalidades, no es resabio de antigua es–
tupidez ni rastre del mercantilismo. Vive
porque vibra aún en las almas protonativas
el fuego de su inmortal religiosidad, la que
le mandaba amar a ciertas entidades subal–
ternas al hombr·e, adscritas al elemento
tierra y cuyo símbolo amable y pleno de
euforia es el
ekgakgo,
o equeco, el duende–
cilio de la mitología aimara que algún ...
et cretera.
CARNAVALES
Ahora, de la alegría que diera a los
subandinos la religión natural con las Ala–
citas, vayamos a ojear de pasadita lo que
fueron las Carnestolendas antes de fundarse
la Ciudad. Era ni más ni menos cual fuera
en torno de los muros del templo en las ciu–
dades jónicas o etruscas o pelásgicas, en la
Arabia Feliz, en Roma o Atenas, o el Nan–
chan o ·el Altyntag asiáticos. Fiesta del jú–
bilo desbordante ante la prodigalidad ma–
durecida de la Madre Tierra, que el aimara
dijo en arcaico tiempo
Mamapokgowi,
cu–
yo sazonado frutecer no tomarían antes de
dar las gracias a los agentes natúreos de la
Nutricia Madre, que cuidaron dé la flo–
ración y maduración mediante el mane–
jo ponderable de los ·elementos que decían
integran su etéreo e imponderable ser: fue–
go, agua, aire y tierra. Hacían el rocia–
miento litúrgico, o la
chchalla,
(que vimos,
con el agua santa que viene rodando de los
glaciares del Kjastaya al oriente de esa dul–
cedumbre que se llama Araca de Río Aba–
jo) ; y luego bailaban en rueda rodeando
las sementeras al sazonarse, y se iban a
las casas de los ichutatas y las ichumamas
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