rillas o blancas racachas, las papas más
arenosas y exquisitas del mundo, la cecina
más ultraviolada del Universo y esa salsa
que jamás será superada ni por la inglesa
ni la francesa, la alegre
jallppawaica,
que
se hace moliendo los granos de ulupica con
quirquiña, wacataya, shijshipa y muy poco
tomate. Sobre el estupendo puchero, que
también con exclusivismo honroso cuenta
con las tajadas de yuca mantequillosa, ve–
nían los ajiacos de conejos o de gallina o
los guisos espesados con almendras molidas
y pan duro machucado;. las mermeladas de
durazno o frutas al jugo, y el café de Yun–
gas que ya no huelen ni yungueños.
El miércoles de ceniza, primer día de
cuaresma, los que danzaron y los que no,
todavía tenían ánimos para irse a la misa
y
recibir junto a la rejilla del presbiterio
el s·ello que
impon~a
en la frente el cele–
brante, diciendo a cada cual, "eres polvo
y
en polvo te convertirás", prevención litúr–
gica que ese rato hacía asustar a los sella–
dos, pero que más parecía que los ponía
en tercera,
porque a las dos de la tarde,
estaban integrando las filas formadas de
parejas que salían a paso de camino, por
todas las calles de Dios con rumbo a las
chacarillas o casas quintas, donde ya les
esperaban humeantes las hogueras de car–
bón de queñua, los costillares en salmuera,
las parrillas pringosas, y a la puerta de las
chacras los obsequiosos dueños con sus vasos
y jarrones de jugo de piñas o de uvas. Era
el día de los
picantes,
quienes ahora, indig–
nados de su falsificación en las mercenarias
quintas o chacarillas de Obrajes y otros
arrabales paceños, ni siquiera son del día
y se aburren dos o tres en la misma olla.
Se componía en un solo plato del tamaño.
de una fuente, por ración personal, de un
poco de cada cosa de las que siguen: guiso
de carne molida, o
saisi,
con rodajillas de
cebolla encima, junto con ajíes verdes reta–
jados y papas enteras peladas después de
cocidas; el ají de pollo; el de conejo; el de
J!lOndongo, en ají amarillo; el de libro de
vaca y cordero, que era acompañado del
picado de locotos, tomates, etc.; el ají de
charquecán tostado; el ají de bofes de
vaca~
con salsa de aquello bien colorada; el relle–
no de plátano de cocina; el de papa, y el de
camote; las papas y los chuñotes,
reventones~
de Araca, cada uno con el corazón añadido
de queso, lo mismísimo que las lunáticas
tuntas. Y otras cosas más, todas con guár–
nición de verdes habas y arvejas y el picado
de perejil. Y en s-eguida el asado de costillar
de vaca, que sobre la parrilla candente, los
caballeros de paladar rociaban con vino, y
con cerveza alborotada tapando con el dedo
la botella, mientras las chotas románticas
cambiaban arrumacos con los
dandys)
tras
de los rosales, con el pretexto de que reco–
gían granos de romaza silvestre para otros
combates, que eran lo más típico de uno
de esos
días de campo
a la paceña.
Con la música que se había bailado las
cuecas, los bailes de la tierra y las meca–
paqueñas,
cu~drilla
francesa al ritmo de
memorables huaiños, que inventó en Meca–
paca de Río Abajo, el círculo de amigos de
don P.epe (el tigre de Cebollullo, vencedor
de Ingavi), salían de regreso a La Paz, al
caer la tarde, y por las veredas interiores
de la plaza Real o de Murillo, miraban la
entrada de las pandillas del artesanado y
los aimaras, que a las ·ocho de la noche ha–
cían con su muchedumbre, orquestas
y
ar–
dores recular las paredes de las casas, a
todo trotar por parejas y haciendo rondas
o cadenas, ni más ni menos que en las lue–
ñes jornadas de Cusisiñpata.
PASCUAS DE SEMANA SANTA
Con el entrenamiento mundano de carna–
val-es, las gentes concurrían el viernes a las
tres de la tarde, a esquilón corrido y ple–
gariante, al templo de Santo Domingo, que
era catedral provisoria, a escuchar las tar–
días reflexiones que contenía el primer s·er–
món de feria, de la Cuaresma. Los oradores
sagrados, entonces, eran oradores y no
li.
breros o imperialistas al servicio del cesa–
rismo risible de Madrid.
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