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actos un aliento republicano. Nuestra ciudad

se llamó

La Paz de Ayacucho.

Por segunda

vez veníale un nombre como resultado de

victoria: la primera fué cuando don Pedro

La Gasea ordenó al capitán Alonso de

Mendoza la fundación de una ciudad de

la Paz, en r·ecuerdo de la batalla de Hua–

rina; después, para recordar la batalla del

9 de diciembre de 1824.

Las calles tornaron a su ritmo habitual;

llegaban acémilas cargadas de alimentos

producidos en las haciendas; íbanse car–

gadas de bastimentas, coca, aguardiente

y

ropas de vestir. Los barrios de los gremios

tuvieron de nuevo su fisonomía laboriosa

que la guerra clausuró: en las puertas ex–

hibíanse las destrezas de

maestros

imagi–

neros, herr·eros, carpinteros, plateros. Una

activa artesanía producía objetos primoro·

sos de plata y oro, desde los platos de me–

·sa, tenedores, cucharillas, hasta los dijes de

metal noble y caro, que usaban las damas;

los de plata y cobre placían al resto de las

mujeres que fueron también actoras de las

guerrillas, que dieron sus hijos a la causa

republicana, que siguieron la pesada mar–

cha de las tropas, y, con ellas, en la hora

de los retrocesos, buscaron desesperadas,

su propia salvación. El billar y los meso–

nes contaban con numerosos parroquianos

que, diariamente, comentaban los aconteci–

mientos de la actualidad y las posibilidades

inmediatas de la política y renegaban, a

voz en cuello -ahora podían hacerlo sin

temor alguno-, por la forma en que iban

mimetizándose los antiguos chapetones y

filtrándose en los empleos burocráticos.

Se reanudó en la Alameda, la antigua

usanza de los paseos, que servían para co–

municarse, al pasar, con amigos y cono·

cidos, formular promesas de visita, concer–

tar encuentros. La mujer, enredada en el

hábito colonial, radicaba su ambición, ade–

más de las labores del hogar, en las igle–

sias, el confesionario, los sermones y, final–

mente, en los saraos familiares o en aque–

llos otros, muy raros, en que reuníase la

parte granada de la ciudad para agasajar

a personajes de prestigio y significación

oficial extraordinarios.

Los 30.000 habitantes de La Paz iban

cambiando, con alguna lentitud, de la vida

colonial a la republicana, que era, por lo

pr.ohto, parecida a la primera.

Suceso que removió la vida del vécin–

dario fué la visita del Presidente Sucre.

Promediaba marzo del 27. El Mariscal de

Ayacucho, se proponía estudiar la reali–

dad de cada Departamento. Terminados los

agasajos, y oyendo pedidos concretos, pro–

porcionó r·ecursos para la refacción del co–

ro catedralicio. Fué breve su estada.

Durante su ausencia, no dejó de presen–

tarse una ingratísima sorpresa. Continua–

ban en La Paz los regimientos d·el Ejército

Unido. Las exacciones que soldados y ofi–

ciales hacían, promovieron protestas gene–

rales, manifestadas, muchas veces, en el

Cabildo y en los bares y tertulias. El he–

cho ocurrió así: J osé Guerra, que también

hacíase llamar Grados y Graos, capitán en

el ejército realista y vencido en Ayacucho,

fué dado de alta, como soldado, en el ba–

tallón Voltígeros; mantenía comunicacio–

nes con el general peruano Agustín Gama–

rra y seguía las órdenes que aquél le hacía

llegar. Sargento ya, con los iguales del

Granaderos de Colombia, González, Galu–

za y Cordero, apresó a los jefes y oficiales,

al Pr·decto, general Gregario Fernández, y

a los generales Urdininea y Figueredo. Es–

te atraco sucedió la noche del 24 de di–

ciembre del año 27. El Capitán Valero, del

Voltígeros, hizo poner en libertad a los

oficia1es y facilitó la fuga de los generales

y del coronel Otto Braun. El fin de la

sublevación era, aparentemente, el dinero:

el prefecto entregó a Guerra 20.000 pesos,

producto de colecta.

No tardó en producirse la reacción.

Cuando los insurrectos -parte del batallón

Voltígeros, parte del Bogotá y algunas pla–

zas del regimiento Colombiano salieron hu–

yendo, fueron perseguidos por el Coronel

Braun y luego por los generales Urdininea

y Figueredo y por el coronel José Balli-

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