LA. PAZ
DURANTE LA REPUBLICA
p
o. r
RODOLFO SALAMANCA LAFUENTE
ESTA CIUDAD Y ESTE PUEBLO
L
A
ciudad que ahora transitamos, hecha
urbe por la paciente misión del hom–
bre, no era la misma ciudad en el
instante de nacer la República. Era 'toda–
vía núcleo pequeño -aldea, solían decir,
no ha mucho, escritor·es y poetas novecen–
tistas que voluntariamente habían renun–
ciado a su vínculo geográfico con la tierra
para vivir añorando París, que, a veces, no
conocían-, que comenzó en la zona de
Churupampa y fué bajando a la Plaza, su–
bió a las faldas de las próximas serranías,
resbaló hasta la Alameda e hizo su centro
en San Francisco y en la Plaza.
San
Pedro~
Sopocachi, Mira/lores, San Jorge
eran te–
rrenos aledaños, un poco lejanos, donde
podía enseñorearse el indio, cuyo dominio
estaba en la campaña, junto al arado pri–
mitivo, al sabor campestre, donde los ins–
trumentos del agro -indios y herramientas
elementales --cumplían su tarea humilde
de producción.
Era entonces un pueblo de 30.000 habi–
tantes, cerrado en la cuenca andina. Sus ac–
tividades concentrában&e en la Plaza, situa–
-da a 3.630 metros sobre el nivel del
mar. Todo llegaba hasta allí y de allí salía
todo: el alboroto, la fiesta, el rumor, el jú–
bilo, la angustia. Allí crepitaba el festival
patriótico y allí la idea y la esperanza se
hacían fe, sangre y mandato con los patí–
bulos de represión, donde se desgajaban
los cuerpos, pero erguíanse la independen–
cia y la libertad. La Plaza era a manera de
palpitación multánime de un corazón gi–
gantesco, donde se ampliaba o contraía la
vida popular.
Arrimadas a la Plaza, formábanse las
manzanas, los estamentos sociales, las ca–
lles sombreadas por muros de amplios ale–
ros -las calles "angostas, estrechas y de
fácil defensa"-, de típica expresión cada
una.
El radio urbano era esh,echo. No cons–
tituía problema ni necesidad establecerlo;
se formaba al azar; crecía sin cartabones.
Frente al enigma del tiempo, la Iglesia era
refugio, salvación, defensa. Los barrios se
aliaban con Dios por su proximidad a las
casas de santidad; tomaban de ella su no–
minación:
San Sebastián, Santo Domingo,
El Sagrario, El Hospicio, El Carmen, San–
ta Bárbara; San Pedro,
desierto todavía,
donde solía arremolinarse la fiesta de co–
lores nativos de los ponchos y las polleras.
El límite de la ciudad -estaba en el campo
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