ZACA.RIAS MONJE' OR'I'IZ
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del victorioso José Reseguin , por cuya orden cap–
turó
a
los principales hombres de confianza de Ka–
t ari, como los Quispe y otros <>ucasucas y larica–
xas, que fueron al cadalzo, y tenía a su ca rgo el
relevo y control de las guardias en la prisión del
mismísimo Tupakj Katari.
He ahí una última revelación. Triste es y un
verdadero duelo, para quien sep a, al m enos, que
Murill o hov es un símbolo .e terno d e la libert ad
ganada para Bolivi a y la América d e h abl a caste–
llana. Paradojas, sinrazon es, contrasentidos que
son inherentes a toda acción humana. Otra cosa:
fuera si, por ejemplo, Pedro Domingo Mm·illo, glo–
rificado ahora hasta en s'uls cenizas, hubiese vis–
to claro que Kata ri, el indígena m ártir cuyo cuer–
po vió hacerse girones en Peñas, era nada menos
que su precur_sor de ideales, de revolución y de
suplicio.
·
Y como Murillo, muchos crue tenían en 1.781
pocos años, conocieron la emo<:ión fibert aria de
los sitiadores; oyeron sus arengas e insultos con–
t r a los opres"ores, y ·vieron las cruentas ej ecucio–
nes en la plaza pública. Esas
~onsciencias
d e pa–
tricios niños o adolescentes <;e alumbraron con
tanto martirio nativo y el pánico de los españoles,
a q uienes contemplaron al borde mismo de la más
p-an de ro ta militar. La logia patriota del
Billar,
CI)
la esquina de la Merced, se instaló con los jo–
venzuelos patricios y españoles que conocieron las
m emorabl es jornadas de Tupakj Katari, que, si–
quiera, sirvieron de una demosh·acion innegable
de lo que se puede, aun desde un plano de impo–
tencia absoluta, cuando el cerebro capta la idea de
redención, de dignificación, o de cualquier paso
hacia arriba. En el despedazamiento de Apasa, Mu-