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JOAQUIN V. GONZALEZ

la vi6· nacer; y las horas mortales de su abandono,

girando eternamente como los astros, engen<lran

en

sus hijos esa intima tristeza reflejada en los ojos

negros, en las creaciones de su fantasia y en los

tonos

y

sentido de sus cancione.s.

Fatigados de luchar en vano con la selva cen–

tenaria, con

la

roca impenetrable y con la ticrra es–

teril, abandonan su energia a las sensaciones fisi–

cas que adormecen y matan la actividad psicol6gica;

o concentrados en si mismos, van ahondando ese

ignoto pesar que forma el fondo de sus concepcio–

nes poeticas. La vidalita de los Andes es

el

yaravi

primitivo, es el triste de la pampa de Santos Vega,

es la trova doliente de todos los pueblos que aun

conservan la savia de la tierra; la calta el pastor

en el bosque, el campero en las faldas de los ce–

rros, el labrador que guia la yunta dft bueyes ba_io

los rayos del sol, la mujer que ·maneja: el telar, el

' nifio que juega en las arenas del arroyo y el arriero

impasible que atraviesa la llanura desolada.

La vidalita tiene su escenario y sus espectadores ;

es todo

un

rasgo distintivo de aquellas costumbres

casi indigenas, y como el canto de ciertas aves, apa–

rece en la estaci6n propicia. Es cuando los bosques.

de algarrobos comienzan a despedir sus frutos ama–

rillos de excitante sabor, y cuando

el

coyoyo,

de

largo y r:non6tono grito, adormece los desiertos va–

llcs y los llanos interiores. Entonces

ya

se comienza

a descolgar del clavo los tambores que durmieron

un afio, cubiertos de polvo, bajo el techo del ran–

cho de

quincha;

se busca cintas para adornarlos,

se·

pone en tension la piel sonora y se invita a los ve–

cinos, los compafieros de siempre, para

las

serena–

tas,

am

dqnde ya se tiene preparada

la

aloja es-