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JOAQUIN V. GONZALEZ
tras desvia el salto de Humaita, para precipitarse
de nuevo en busca de otra senda accesible
y
tra–
montar los muros de aquel campo de batalla; hasta
que convencido de sus inutiles estratagemas, espe–
ra extraviar al encarnizado agreso1·,
y
condllcirlo a
paraje propicio para librarle combate singular,
y
morir luchando con la fuerza postrera, que suele
ser irresistible.
De pronto, el grupo fantastico de Humaita
y
su
presa, desaparece de nuestra vista detris de un es–
peso bosque de arbustos
y
de piedras, hacinadas co–
ma columnas en rumas,
y
solo oimos el eco de las
ladridos
y
de las r clinchos que se alejan. Han tra–
moatado una cuchilla del cerro
y
se han lanzado
par sitios desconocidos, doncle nuestro viejo Hu–
maita. se pone en peligro inminente de caer en pre–
cipicios ignorados, o radar por las despefiaderos.
Mi padre no puede ccmtener la ansiedad,
y
montan–
do a caballo co_rre detras de sus httellas, llevando
consigo otros jinetes; nosotros le seguimos tambien,
trepando al galope por las subida s escabrosas, ras–
gando los matorrales al abrigo de nuestros guarda–
montes, costeando abismos, saltando sabre anchas
y
hondas aberturas del terreno.
Dcspues de una fatigosa
y
agitada carrera, lle–
garnos a contemplar la ultima escena de un drama
Jugubre; en un paraje soiitario
y
abrupto, cnbierto
de talas
y
11iolles
gigantescos, H 1umaita logr6 dar
caza al infatigable relincho, el cual, convertido en
heroe por su propia desesperaci6n, ha vuelto el
frente a su enemigo,
y
luchan cuerpo a cuerpo, en–
trelazados coma dos serpientes, jadeantes, rendidos,
y
pr6ximos a caer examines. N uestra presencia,
a1mque a 1arga distancia, pareci6 infundir nuevos