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t8'

JOAQUIN V. GONZAL1";Z

c1on hecha de esos momentos de holganza, siempre

nos portabamos bien, hacienda lucir al profesor en

los examenes, para los cuales invitaba a todo lo

mejor de la villa.

Cuando llegaron a mis manos la historia argen–

tina, la geografia y la gramatica, me -r:ontaba di–

choso, desbordante de alegria y de amor propio

halagado. Dofia Juana Manso, Asa Smith y Herrans

y Quiroz, no sabian que yo me las devoraba todas

las tardes sobre la tapia de la viiia, recorriendola

de punta a cabo;

y

era raro el caso de que hubiera

ido y vuelto las tres cuadras sin tener bien sabido

de memoria el

p~

,rafo mas estirado. Ese era

mi

gabinete de estudr .,

y

la hora ael crepusculo. En

todo lo largo de la pared de tierra apisonada, se–

guia par entre una avenida de rosales que derra–

maban sus £lores en

mi

camino, estimulando mi

imaginacion y mi inteligencia con ese aroma suave

de las rosas comunes que servian de ropaje a la

tapia.

Siento no poder contar iguales proezas de la

aritmetica: toda mi vida fue ella el nudo de donde

no pase, y la causa de las sombras que cayeron mu–

chas veces sobre mi reputacion de estudiante. Asi

hay organizaciones refractarias al numero, y la mia

es de esas, no lo puedo negar ; en cambio mi es–

piritu vuela cuando sale de e.sas marafias de for–

mulas y de signos, hechos para que unos sumen y

multipliquen, y otros resten y dividan. Asi es la ley

humana de! trabajo, de la acumulacion y de la he–

rencia. Tai vez fue providencial mi aversion a las

cuatro reglas originarias de las ciencias exactas,

porque nunca tuve en que aplicarlas; y cuando he

podido mostrar mis conocimientos

matemiti~

no