104
JOAQUIN V. GONZALEZ
ces su cuello estuvo bajo la cuchilla del bcirbaro,
sus pies encadenados
y
su hogar invadido por el
fuego
y
el pillaje;
y
cuando al fin la causa civili–
zadora alz6 en sefial de triunfo su bandera acribi–
l12da en los combates, volvi6 a la aldea, cubiert-:>
de gloriosas cicatrices, a empufiar la azada, a de–
rramar la semilla en el surco
y
a decorar
el
templo
<lel hogar, donde despues de tan amargas odiseas,
pudo agrupar eh torno de la misma llama
SUS VaS–
tagos dispersos por el infortunio.
Yo he alcanzado a conocerle cuan<lo iba a cum–
plir un siglo de existencia; todos los biznietos le
mirabamos con ese temcr que inspira una imagen
veneranda
y
solitaria dentro del templo silencioso;
am
en su casa-quinta de largos corredores que do–
minaban un patio como plaza, le veo todavia sen–
tado por las tardes en su si!l6n de, suela; medio en–
corvado apenas, empufiando un grueso bast6n de
membrillo
y
cubierta su cabeza con uri gorrito de
terciopelo celeste, con un sencillo bordado de oro.
Su huerta era nuestra codicia; tenia las uvas
y
las naranjas mas sabrosas, no se si por la calidad
0
por' la prohibicion que pesaba sobre nosotros de to–
carlas. Nuestras vifias
y
nuestras huertas las te–
nian tambien, pero un placer delicioso sentiamos al
penetrar a hurtadillas en la de nuestro bisabuelo,
practicando portillos en los cercos de ramas, o saJ–
tando las tapias vetustas que la separaban de las
nuestras. Habia alli una atracci6n misteriosa,
y
al–
go como
es6s
jardines guardados por gigantes, con
los ojos abiertos cuando duermen
y
cerrados cuan–
do vel<i.n, de que nos hablan Jos cuegtos de viejas.
Soliamos arrastrarnos por las malezas, bajo los pa–
rrones
y
los naranjos, para espiar si el anciano po-