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JOAQUIN V. GONZALEZ

ces su cuello estuvo bajo la cuchilla del bcirbaro,

sus pies encadenados

y

su hogar invadido por el

fuego

y

el pillaje;

y

cuando al fin la causa civili–

zadora alz6 en sefial de triunfo su bandera acribi–

l12da en los combates, volvi6 a la aldea, cubiert-:>

de gloriosas cicatrices, a empufiar la azada, a de–

rramar la semilla en el surco

y

a decorar

el

templo

<lel hogar, donde despues de tan amargas odiseas,

pudo agrupar eh torno de la misma llama

SUS VaS–

tagos dispersos por el infortunio.

Yo he alcanzado a conocerle cuan<lo iba a cum–

plir un siglo de existencia; todos los biznietos le

mirabamos con ese temcr que inspira una imagen

veneranda

y

solitaria dentro del templo silencioso;

am

en su casa-quinta de largos corredores que do–

minaban un patio como plaza, le veo todavia sen–

tado por las tardes en su si!l6n de, suela; medio en–

corvado apenas, empufiando un grueso bast6n de

membrillo

y

cubierta su cabeza con uri gorrito de

terciopelo celeste, con un sencillo bordado de oro.

Su huerta era nuestra codicia; tenia las uvas

y

las naranjas mas sabrosas, no se si por la calidad

0

por' la prohibicion que pesaba sobre nosotros de to–

carlas. Nuestras vifias

y

nuestras huertas las te–

nian tambien, pero un placer delicioso sentiamos al

penetrar a hurtadillas en la de nuestro bisabuelo,

practicando portillos en los cercos de ramas, o saJ–

tando las tapias vetustas que la separaban de las

nuestras. Habia alli una atracci6n misteriosa,

y

al–

go como

es6s

jardines guardados por gigantes, con

los ojos abiertos cuando duermen

y

cerrados cuan–

do vel<i.n, de que nos hablan Jos cuegtos de viejas.

Soliamos arrastrarnos por las malezas, bajo los pa–

rrones

y

los naranjos, para espiar si el anciano po-