MIS MONTA:RAS
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garrobo,
y
en el cual ·se hada un gran derroche de
frutas, con el pretexto de probar la producci6n del
afio
y
comparar la de una finca con otra.
No me olvido nunca de aquellas montafias de
sandias
y
melones olorosos de extraordinario volu–
men; de aquellas tipadas de higos de toda especie.
desde el
unagal
de color violeta, hasta
el
cuello-de–
dama de piel blanca
y
de cora7Qn encarnado como
sangre joven: de aquellas canast}S de uvas finas
ele–
gidas de los parrones
reservac!~s,
contrastando en
colores
y
rivalizando en los exuberantes
y
en,
lo
transparentes. Se daba un paseo a pie para hacer
apetito,
y
luego se dividian senoras
y
caballeros pa–
ra ir a los bafios de las grandes acequias, cubiertas
por impenetrables b6vedas de sarmientos entreteft–
dos
y
arqueados por el peso de los racimos. Nos–
otros, las nifios, quedabamos duefios del arsenal,
y
cuando volvian todos al almuerzo c:ampestre,
ya
ha–
bian disminuido notablemente las prnvisiones. No
podiamos resistir a la tentaci6n, cuando estabamos
libres del deber moral de la continencia; partir una
sandia era descubrir un· tesoro de emociones, por–
que su coraz6n del color del fuego despertaba an–
sias de devorarlo de un sorbo,
y
asi lo
practici.ba–
mos sin tener en cuenta la ciencia intuitiva del
ahorro.
A esa edad no se piensa sino en que las plantas
dan
el
fruto
y
en que este es hecho para gustarlo;
la idea del trabajo
y
del sudor de
la
frente, todo
eso nos sahia a sermon
y
a cosa incomprensible.
Nuestra ilustraci6n no pasaba todavia de unas cuan–
tas
letras del abecedario
y
de una marcada aver–
sioo
poc
la escuela. Esto no impedia que para rcirse
de nosotros. nos creyeran los viejos ca.paces de pro-