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MIS MONTA:RAS

1>9

garrobo,

y

en el cual ·se hada un gran derroche de

frutas, con el pretexto de probar la producci6n del

afio

y

comparar la de una finca con otra.

No me olvido nunca de aquellas montafias de

sandias

y

melones olorosos de extraordinario volu–

men; de aquellas tipadas de higos de toda especie.

desde el

unagal

de color violeta, hasta

el

cuello-de–

dama de piel blanca

y

de cora7Qn encarnado como

sangre joven: de aquellas canast}S de uvas finas

ele–

gidas de los parrones

reservac!~s,

contrastando en

colores

y

rivalizando en los exuberantes

y

en,

lo

transparentes. Se daba un paseo a pie para hacer

apetito,

y

luego se dividian senoras

y

caballeros pa–

ra ir a los bafios de las grandes acequias, cubiertas

por impenetrables b6vedas de sarmientos entreteft–

dos

y

arqueados por el peso de los racimos. Nos–

otros, las nifios, quedabamos duefios del arsenal,

y

cuando volvian todos al almuerzo c:ampestre,

ya

ha–

bian disminuido notablemente las prnvisiones. No

podiamos resistir a la tentaci6n, cuando estabamos

libres del deber moral de la continencia; partir una

sandia era descubrir un· tesoro de emociones, por–

que su coraz6n del color del fuego despertaba an–

sias de devorarlo de un sorbo,

y

asi lo

practici.ba

mos sin tener en cuenta la ciencia intuitiva del

ahorro.

A esa edad no se piensa sino en que las plantas

dan

el

fruto

y

en que este es hecho para gustarlo;

la idea del trabajo

y

del sudor de

la

frente, todo

eso nos sahia a sermon

y

a cosa incomprensible.

Nuestra ilustraci6n no pasaba todavia de unas cuan–

tas

letras del abecedario

y

de una marcada aver–

sioo

poc

la escuela. Esto no impedia que para rcirse

de nosotros. nos creyeran los viejos ca.paces de pro-