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al
recinto conventual, donde se pudiera infringir
la ley sin testigos . . . Y fué en el claustro de San
Francisco dO'llde se organizaron los cortejos, giran–
do las amplias galerías, sin que la espectativa de
la ealle osara dar pie a las expansiones partidis–
tas, trabajadas por la revolución.
!El decreto del rey, atentatorio a lit propia idea–
lidad de la raza, no tuvo el ne;rvio suficiente para
vencer ·el
espírit~
varonil y romántico, que acaba–
ba de fundamentar la propia colonización españo–
la.
.Y
¡guay del que hubiere intentado rescatar la
insignia! ¡Ríos de sangre hubieran ensanchado la
corriente del Huaina! . . . Pues no en balde diez
generaciones americanas aprendieron a venera·rla
y cinco mil bocas abrió el cerro para trocar sus
meta les por aquel pingajo leno de gloria y de
ideal ...
¿Y u
'i
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se desprenda de sus escudos?
¿Queréis ( ue ancille el lambel de
us
arquitra–
bes?
¿
ue:r"éi
e se a.r.rangue el vestigio de aque–
lla ca áller ca
1
ep ad, que m<i>ldeó en el país,
el ti,po de los fijoda).gos, brava semilla de marque–
ses, capi anes y aventureros?
Cierto día un rey, dió en uso a Don Joaquín de
Otondo, el blasón de un marquesado : Otav1. Pa–
gaba así, ·Con leones rampantes, torres
y
jaqueles,
la valentía y la lealtad de un criollo. La alcurnia,
flordelisada con el heroísmo, po·r la religión
y
p or
el mona1rca, pasó en el entrevero de la emancipa–
ción política. P'ero quedó el escudo, como una pa–
t ena, ennobleciendo el so'lar. Y así pasó el linaje
de los Oarma y Üayara - criollos también, - bajo
la celada de gules bordados de oro ;
y
se perdieron
en la consangu1nidad de la República, los atavíos