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arena blanquecina del valle. Y este río arrastra
aún el sedimento aurífero, que no agotó la uña
colonial, pero que sabe rastrear la
'' chúa
~ '
del
aborigen. Se explica así esta penosa vitalidad de
innumerables pueblos fronterizos, que prolongan
su anemia sin la más remota perspectiva de toni–
ficarse con el ingenio metaJlífero o la conquista
del riel.
El antimonio, que no avivara codicias colonia–
les, volvió a reinar. La guerra ruso-japonesa pr{)–
logó su destino. Fué una tentativa fructuosa, a
manera de ensayo, que abría una nueva indus–
tria en el país de los metales. ¡Y qué industria!
D<m_de el estaño reclama la complicada concen–
tración ; el oro, la draga monstruosa; los hornos, el
bismuto; -
t0do a pase de una
disp~ndiosa
com–
bustión, -
el a
i;monio triunfa con la sencillez
de la mano de o
bra. El éxitofranco, radical, ver–
tiginoso, está en
SOJ:Pren.derlas cotizaciones, ase–
gm·arse en o c
ontratos y atorar las bodegas del
tren. nonde el conquistador exprimió una veta
generosa, de seguro que disimuló, luego, la honda
herida abierta a la montaña, taqueando el soca–
vón con los despreciables pedernales que compli–
caron sus labores de plata nativa. Fué así que
las montañas de Potosí y Oruro, que sacrificaron
su noble metal a la avidez de los buscadores, de–
bían resurgir, más tarde, con los {( desheéhos'' de
aquella febriciente explotación, traducidos hoy en
el fabuloso oro negro (wolfram), el antimonio bé–
lico y el estaño industrial. Los bolsones de es–
taño, arañados al ras del suelo,
casi
''chanca–
dos", dieron base a las primeras fortunas. Des–
pués vino la explotación formal,
hasta organi-