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diadema de los reyes castellanos. La altipampa,

desde la frontera de Jujuy a Or uro y a la Villa

~mperial,

está sembrada de estos pueblos ináni–

mes, que añoran su lejano esplendor, en el dolien–

te t añido de la campana parroquial, mientras

los

últimos retoños, de diez generaciones, raposean al

sol, felices con su vallecito profundo, se adusta

montaña y su río n atal. A menudo, desviándonos

de la carretera trillada, hemos penetrado en la:

senectud de estos pueblos, buscando la nota colo–

n ial, perpetuada en la plazuela, en la fuente co–

mñn, en la reja saliente, en la teja española, en

la angosta calleja pavimentada, donde el espíritu

sutil adivina al conquistador desalmado, bizarra–

mente apuesto con la virilidad de su gregüesco,

su tizona y su airón ...

Se de ·ene, en onces, la mula frente a la taber–

n a -p-rincipal.

E~ mesone~o

gasta una amable aco–

gida de in_violado arcaísmo: -

"Usía debe venir

harto

a-tig,ado'' -

suele decirnos.

EJ

corregidor

inda:-ga la ca adura del nuevo huésped.

Se

conmo–

ciona la población entera. Remolinean los chiqui–

llos gordos y apampados. Y aquella alma de pue–

blo en agonía, vuelve a latir por un instante, mo–

vida por la novedad del forastero. A nosotros tam–

bién nos asalta una duda: -

"¿De qué vive esta

gente

1''

Ya en los cerros circunvecinos, ni rastros

quedan de los forados que abrió el minero espa–

ñol. No hay llamas, en la aridez de la

mes~ta,

ni cabras,

ni

ovejas. Las hortalizas no soportan

el azote escaTchado del viento. Y hasta el '' chur–

que' ', que es leña familiar, ralea en la fragosa

quebrada. . . Sin embargo, hay siempre un río jo–

vial que se entretiene, como una víbora sobre la