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PLATA Y BRONCE

nervtos entumecidos. Retrocedían intimidados por la

enormidad del hecho.

Adelantóse Gregorio. Se pegó a la puerta tembloro–

so, conteniendo la respiración acelerada. Adentro, sin

desconfianzas, los dos niños dormían tranquilame11te. Sus

respiraciones, iguales y pausadas, anunciaban que

SH

sue–

ño era profundo.

Gregorio empujó la puerta. Cedió con un ruido agrio

de maderas friccionadas. El quejido se perdió en la os–

curidad sin un eco.

-Shamuy!-suspiró el indio y con estirones rlecidi–

dos e imperiosos ele los ponchos, obligó a sus cÓmJ:·iices

a que avanzaran.

·

Con recelo, como que un final destello ele bondad se

refugiara en sus él(lmas lóbregas. los indios se acercaron.

Primero el Venancio, cuya indecisión duró un

se~·undo.

Su orgullo ele hombre y su amor pisoteados crujieron en

ese instante supremo con rechinamientos

ven¡~·ativos,

y se

olvidó de todo para no pensar ya más que en el destrozo

homicida. El Ramón, cuya alnia se abismaba en la ne–

fasta culpa sólo por solidaridad, por ruin compañerismo,

dudó más, y de no temer al Gregorio que ya se itllpacien–

taba, habría retrocedido.

Se colaron los tres.

Sin un rumor, ni los re uellos se les oían, dispusié–

ronse los oprimidos a la consumación del acto vengador.

Sus corazones latían alocados. Despiertos Raúl

y

Rugo,

los hubieran escuchado con pavor porque esos latido<> eran

los de . un corazón gigante

y

furio o por la beta hi:;tórica

de siglos.

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