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RICARDO ROJAS
llirse entre ellos, gritando en la penumbra del ano–
checer : -
ce
¡
Atajen ese zorro bandido
!
>)
Por segunda vez ocurrió este percance ; pero, al
zamparse el animalito en la cueva, el perseguidor
consiguió agarrarlo de una pata trasera : y el muy
astuto, gritó volviendo el cuerpo sobre sí mismo :
«
Tío, me rindo : ha agarrado un tronco : tome mi
mano.
» -
Y el Tigre, ingenuo soltó, ciego de furia y
ávido de venganza, resultando burlado una vez más.
La cautela del zorro le permitía sieinpre guardat
distancias que le diesen ventajosa :vanguardia en las
fugas; y despti.é-s de- cada episodio, se regocijaba difun–
diendo él
ismo el n©tición entre la gente menuda de
la breña.
1
Ti
, por su parte, se enfurecía de los
fracasos, aunq:ue
r conocia la eficacia del insigne
embaido1.
eerntesió entonces que lloviese abundante–
mente, colmando el bosque de pequeñas aguadas. Esto
evitó la oportunidad de los encuentros. lVIucho tiempo
después, el zorro lo oyó rugir muy·cerca en su guarida.
Distraído, no tuvo más remedio que tenderse á la vera
larg-o á largo, simulando, como suele, la inmovilidad
yacente y lacia de un cadáver. La tregua había apaci–
guado al perseguidor. Se acercó sin rencores, hozando
compasiva1nente el cuerpo del enemigo difunto, y con
esa magnanimidad de los fuertes exclamó :
ce
¡
Pobre
!
ha muerlo
l
»
y continuó paso
á
paso su can1ino.
Cuando la fiera se aparló, el sobrino abrió un ojo, y
le miró alejarse, hasta que, seguro de sí n1isn10, disparó