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l 50
RICARDO ROJAS
-
Bueno : si no está, será otro dia.
El Tigre repitió á distintas horas sus visitas ; las
dueñas de casa fueron acostumbrándose á su presencia;
y
como extrañase el no encontrarlo jamás al zorro, se
decidió á esperarlo cierta noche.
-
Es inoficioso que lo aguarde.
-
¿Por qué?
-
Por que desde que usted viene ya no llega en casa.
- No importa ; alguna rne dará cama.
Las pobres estaban aterrorizadas con la preselicia de
huésped tan bravío. En eso, la zorri ta .que espiaba con
desazón haeia el camino, vió asomar entre los mato·
rrales la cah
.a
e;
sl del avestruz, entre cuyas alas,
abiertas co
d
ue1les abanicos, se agazapaba la
figurilla del ··
aflicción de las mujeres rayaba
en lo trági
. Na a sa ía Juan,
y
temían que bajase,
entregándose víctima á una sangrienta carnicería.
-
Cuando venga, yo me voy á hacer el muerto, para
darle confianza, -
dijo el Tigre, e'chándoselas de as–
tuto ... Las zorras irnploraban piedad ; pero concluyó
por decirles que si no lo con1placian,
s~
preparasen á
morir.
Al breve rato llegó
á
la puerta el zorro.
-
Bájate, Juan ...
- No, m'hija, voy
á
seguir viaje.
Resultaba haber descubierto ya los rastros del Tigre.
- Bájate : ha llegado tu tío, dijo la una.
-
Iba de paso y ha fallecido, dijo la otra.