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Z,

MARCAS

269

vantado para trabajar en sus copias, pues se babia

negado terminantemente

á

aceptar nuestros servicios,

á

pesar de nuestras vivas instancias. Nos habíamos

ofrecido

á

copiarle un pliego cada uno de su labor,

á

fin de que no tuviese que hacer más que la tercera

parte de su insí pido trabajo; pero él se babia enfadado

y

nosotros no insistimos. Oímos un ruido de botas

finas en nuestro descansillo

y

levantamos la cabeza

para mirarnos. Estaban llamando

á

la puerta de Mar–

cas, que dejaba siemp;e la llave en la cerradura. De

pronto olmos decir

á

nuestro gran hombre:

11

Ade–

lante,, ; y después esta exclamación: ((¡Usted aquí,

caballeroh,

-Yo mismo, respondió el antiguo ministro.

Era el Diocleciano del mártir desconocido. Nue::stro

vecino

y

aquel hombre hablaron algunos momentos

en voz baja. De pronto, Marcas, cuya voz se dejaba

oir rara vez, como ocurre siempre en una conferencia

en que

e::l

demandante empieza por exponer los hechos,

empezó

á

hablar de esta suerte:

-Si yo le diese fe, se burlaría usted de mL Los

jesuitas h3n perdido ya su preponderancia, pero el

jesuitismo es eterno. No tiene usted buena fe ni en su

maquiavelismo ni en su generosidad. Usted sabe con–

tar con los demás, pero es imposible saber en qué se

puede contar con usted . Su corte está compuesta de

lechuzas que temen la luz y de ancianos que tiemblan

ante la juventud ó que no se molestan por nada. El

gobierno se apoya en la corte. Usted ha ido

á

buscar

los

re~tos

del Imperio, como la Restauración alistó en

sus filas

á

los cazadores de Luis XIV. Hasta ahora se

han tomado las incertidumbres del miedo y de la co–

bardía por maniobras de habilidad; pero los peligros

se presentarán y la juventud surgirá como en

1790.

Ella fué la que hizo lo más hermoso de aquella época.

En este momento, cambian ustedes de ministros,

como cambia

el

enfermo en su cama de postura. Estas

oscilaciones revelan la decrepitud del gobierno. Tienen