Z,
MARCAS
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vantado para trabajar en sus copias, pues se babia
negado terminantemente
á
aceptar nuestros servicios,
á
pesar de nuestras vivas instancias. Nos habíamos
ofrecido
á
copiarle un pliego cada uno de su labor,
á
fin de que no tuviese que hacer más que la tercera
parte de su insí pido trabajo; pero él se babia enfadado
y
nosotros no insistimos. Oímos un ruido de botas
finas en nuestro descansillo
y
levantamos la cabeza
para mirarnos. Estaban llamando
á
la puerta de Mar–
cas, que dejaba siemp;e la llave en la cerradura. De
pronto olmos decir
á
nuestro gran hombre:
11
Ade–
lante,, ; y después esta exclamación: ((¡Usted aquí,
caballeroh,
-Yo mismo, respondió el antiguo ministro.
Era el Diocleciano del mártir desconocido. Nue::stro
vecino
y
aquel hombre hablaron algunos momentos
en voz baja. De pronto, Marcas, cuya voz se dejaba
oir rara vez, como ocurre siempre en una conferencia
en que
e::l
demandante empieza por exponer los hechos,
empezó
á
hablar de esta suerte:
-Si yo le diese fe, se burlaría usted de mL Los
jesuitas h3n perdido ya su preponderancia, pero el
jesuitismo es eterno. No tiene usted buena fe ni en su
maquiavelismo ni en su generosidad. Usted sabe con–
tar con los demás, pero es imposible saber en qué se
puede contar con usted . Su corte está compuesta de
lechuzas que temen la luz y de ancianos que tiemblan
ante la juventud ó que no se molestan por nada. El
gobierno se apoya en la corte. Usted ha ido
á
buscar
los
re~tos
del Imperio, como la Restauración alistó en
sus filas
á
los cazadores de Luis XIV. Hasta ahora se
han tomado las incertidumbres del miedo y de la co–
bardía por maniobras de habilidad; pero los peligros
se presentarán y la juventud surgirá como en
1790.
Ella fué la que hizo lo más hermoso de aquella época.
En este momento, cambian ustedes de ministros,
como cambia
el
enfermo en su cama de postura. Estas
oscilaciones revelan la decrepitud del gobierno. Tienen