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82

EL CONDE DE

SUPERUND.A~

p~ligroso

prestigio entre los indios de la sierra,

y

áun se recelaba, que pudiera ser apoyado por los in–

gleses para un general alzamiento. Los temores se

acrecentaron al ;regreso de cierta especie de mision

confiada á los jesuitas,

á

quienes Juan Santos apa–

rentaba gran deferencia. El astuto impostor les hizo·

concebir una alta idea de su poderío,

suponiéndose~

á

la cabeza de un vastísimo, opulento

y

pobladísi- ,

mo imperio. Mas los hombres reflexivos

y

los mi-·

sioneros franciscanos, que conocian

á

fondo la des–

poblacion

y

escaseces de las selvas vírgenes, no caye–

ron en la ilusion, cundiendo sólo en el sencillo vul–

go las creencias de un nuevo y doradó gran Paititi.

Como desde luégo dominaron los sl;leños, que hala–

gaban la codicia

y

propagaban las

alarmas~

se em–

prendieron otras dos expediciones sin mejor éxito,

que las anteriores (1 ). Al fin se conoció, que ni los

chunchos eran peligrosos

fuer~

de sus casi inata–

cables espesuras, ni en la pavorosa soledad de los

árboles primitivos podían hacerse ricas presas, aun–

que la_Providencia reune allí inapreciables tesoros

al hábil

y

paciente trabajo de nuestro siglo. No pa-

(1) En la primera se mataron algunos indios de Quimiri, que no

habí an huido, no dejándose conocer los dema , ocultos en la espesu–

ra, sino por las nubes de flechas

y

por su e panto a gritería; en la

segunda, cuyo objeto era. sorprender al caudillo en el cerro de la Sal,

centro de su poderío, se m alogró el golpe por el recelo habitual de

Juan antos

y

por la detencion forzada de u na parte de la tropa, ,lo

que impidió el concertarl o ataque simultáneo por frente

y

reta–

guardia.