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EL MARQUÉS DE VILLAGARCÍA.
ron en general
á
ataques abiertos
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traidores; fue–
ron inmolados muchos, que habian sido invita–
dos á la fiesta de Santa Rosa,
y
perecieron varios,
que navegaban por el Perenne,
á
quiene~
se les
aconsejó pérfidamente liar las armas de fuego, sal–
vándose sólo uno, que no había dejado la suya de la
mano. Claro está, ·que
~us
Q.aciendas
sería~
arrasa–
das,
y
obstruidos los caminos, para que el hombre
civilizado no pudiese dominar en aqúella selvas.
Entre los salvajes alzados, unos se dispersaron en
la soledad,
y
otros formaron una masa imponente
en torno de un indio del Cuzco,
llama~o
Juan San–
tDs, el que ocultó cuidadosamente sus humildes
antecedentes para asegurar sus encumbradas pre–
tensiones. Tomando los nombres de Atahualpa y
A
puinga, se hacia pasar por descendiente de los .
hijos del sol,
y
no 6mitia supercherías, ni ardides
para fascinará sus rudos vasallos. Segun cuentan,
llevaba sobre el pecho una patena de oro , que los
deslumbrára reflejando los rayos . del astro gel dia;
conservaba la cruz
y
las imágenes veneradas como
un vano simulacro de la perseguida r ligion;
y
no
proscribía Las artes y g oces de cierta cultura o–
cial, ya agradable
á
los neófitos sublevado . Un ne–
gro, llamado Gatica, cuñado suyo, que babia estado
al servicio de los misioneros, le ayudó con us ta–
lentos militares
y
con el esfuerzo de sus hijo. .
El miedo, que infundió el astuto Juan Santo
á
las provincias fronterizas de la montaña
y
á
las
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