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pecador sino su conversión
y
vida eterna, que -no vino
á predicar á los justos que no necesitaban de su mayor
auxilio sino á los pecadores é infieles,
y
que por fin dió
su sangre y su vida por la redención del mundo.
Díganme, por su vida, los que afirman que las ór–
denes religiosas en el Perú no cumplieron con su deber,
si hicieron ó trabajaron más los apóstoles para conver–
tir el mundo. Díganme si pudieron hacer otra cosa,
y
en qué forma ó de qué modo debieron predicar las doc–
trinas á los indios para que más fácilmente abrazaran
el Cristianismo y con él la civilización europea.
¡¡Qué los monjes en el Perú no morijeraron la vio–
lencia cruel del bárbaro guerrero!!
¿No afirma en repetidísimas ocasiones el padre
Calancha y otros cronistas de la época, que en las de–
sastrosas guerras civiles fueron ángeles de paz el V. P
~
Estacio, el padre Fr. Juan Ramírez, Fr. Diego de Con–
treras y tantos otros como ya hemos mencionado ante–
riorinente? ¿Y qué no hicieron por dulcificar la rudeza
de los conquistadores, con lágrimas, súplicas, reclama–
ciones al Consejo de Indias, y á los reyes, llegando el
bendito padre Coruña, como afirman varios cronistas,
a postrarse de rodillas ante el Virrey Toledo y ofrecer
su vida, si era necesario, para que perdonase al Inca
Tupac Amaru, martirizador del venerable padre Ortiz
á quien sacrificaron bárbaramente en Vilcabamba por–
que les predicaba la fé de Cristo
y
la abominación de
sus idolatrías é infames inmoralidades?
Cuántas lágrimas enjugaron, cuántos dolores mi–
tigaron con el divino bálsamo del amor tierno
y
acen–
drado cariño, y de cuántos atropellos y vejaciones los
libraron, siendo la humilde casa del misionero, como
dice el ya tantas veces citado Calancha, donde el indio
buscaba y encontraba consuelo para sus penas y desdi–
chas y refugio seguro contra las tiranías de encomen–
deros despreocupados y de caciques tiranos, que por
desgracia no faltaron en tiempo de la colonia
y
no fal–
tan todavía en estos venturosos que corremos de igual-