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dieran sobre lo que obró Jesucristo, como dice San Juan (1); la

prosternacion de los penitentes á su divina presencia implorando

misericordia-

Jesu, fili David, miserere nostri

(2), era una confe–

sion digna y propiamente debida al Hombre-Dios, que lee con un

golpe de vista todo el libro de nuestra conciencia. No había necesi–

dad de perder el tiempo inútilmente en largos razonamientos, aun

con peligro de quedar incompleta la confesion por falta de memoria

en el delincuente, cuando el mismo juez sabia y podia leerle mas

fielmente su proceso criminal.

Es un absurdo y un ridículo anacronismo exigir

un hecho de la

confesion auricular al sacerdote católico

en los tres años de la pre–

dicacion de Jesucristo, de cuya epoca nos ocupamos. El

erud-ito

Dr.

De Sanctis no debia ignorar que el Evangelio nos representa á los

discípulos de Jesus en esa epoca como

Apostoles~

Evangelistas

ó

predicadores y

ministros del bautismo,

y no Sacerdotes todavía.

Solo en la última cena recibieron este carácter sagrado, y hasta des–

pues de la resurreccion del Salvador no se los instituyó jueces de

la penitencia con

la excelsa potestad de perdonar pecados. En

aquel período solo el Sumo Sacerdote Jesus, que babia veni–

do á salvar á los que habían perecido, administraba el santo sacra–

mento de la absolucion de los pecados á los contritos de ·corazon

con esta formula admirable, que despues babia de repetirse por los

que habian de perpetuar su sacerdocio

-RemÚtuntur tibi peccata

tua.

Nuestro adversario por fin ha convenido en enmendar su prin–

cipio heretico-impio,

la sola

fe_ justifica:

ya no es así; sino que

«

la fe, la humildad, el arrepentimiento y

la confesion

á

Dios,

son

»

condiciones necesarias para el perdon de los pecados (2).

»

Muy

bien: pero, ¿Jesucristo no es Dios?... Le damos pues las gracias

1

por la enmienda.

Con respecto á la parábola del Fariseo

y

del Publicano, que

subie-

(!)

loan., c.

XXJ,

v.

2o~

-

(2)

Ensayo;

pag. 30.