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riores
·y
sensibles. Los
primeros
son
lo~
Sacerdotes,
á
los cuales se–
gun S. Pablo,
Dios les confió el ministerio de la reconciliacion
(i),
cuyo jefe es Jesucristo, autor
y
ministro
á
la vez de esa primera
obra;
y
los
segundos
son los santos
sacramentos~
que definimos :·
unos signos sensibles de unos efectos inter-iores
y
espiritualeE obrados
]JOr la gracia, que Dios infunde en las almas para santificarlas.
Jesucristo no podía ser inconsecuente en la
ejecuci~n
de su plan
divino, ni podia dejar imperfecta su obra maestra. Si Ia ·redencion
ha sido la revelacion del misterio de Dios, escondido
á
los siglos; si
1~
predicacion, los
mil~gros,
el sacrificio de la cruz, el bautismo, la
cena eucarística.... en una palabra, si todo lo que está ordenado .á
la santificacíon del hombre son medios exteriores
y
formas sensi–
bles; si todo se cumple por este organisn¡w con el fin de excitar en
el hombre los conocin1íentos de Dios y de sus misterios y de mover
sus afectos hácia Él; ¿por qué ley excepcional ·la sola santificacion
del hombre
y
la remision de sus pecados despues del bautismo po–
dría
y
debería realizarse, en el estado nQrmal, por la sola opera–
don interior, la sola
manifest~cion
mental de la conciencia
á
Dios.,
sin ninguna forma
espe~ifica
exterior, como quieren los protestan–
tes? Si en toda sociedad bien organizada hay un poder judicial, hay
jueces
y
tribunales para juzgar
á
los delincuentes
y
administrar la
justicia; ¿en el reino de Dios, que extiende su jurisdiccion hasta el
domicilio de las
co~ciencias;
en la Iglesia de Jesucristo, dotada de
la mejor de las legislaciones, la Evangelica -canonica, podrían
dejar de existir esos jueces y esos tribunales?
Jesucristo,
juez de vivos
y
muertos
(2), ha desmentido con su
ejemplo el ensueño reformista. Él estableció é inició
el ministerio
personal exterior
para la
remi~ion
de los pecados, que debia per–
manecer
y
perpetuarse en su Iglesia h.asta la fin del mundo, por–
que hásta la fin del mundo babia de haber en la Iglesia pecadores,
(i)
2. Cor., c. v. 18.- (2) Actor. , c. x, v. 42.