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que los decretos conciliares y las decisiones de los
pontificr,s, que son las leyes de la
Igles~a;
si, en fin,
el Estado argentino y la Iglesia, segun el espíritu y
sentido claro de los principios, instituciones y leyes
á
que antes nos hen1os
referido, constituyesen dos
fuerzas coordinadas que conspirasen al nlistno fin,
dos notas annónicas en el concierto de las fuerzas so–
ciales, dos
~umandos
homógeneos en la imensidad. de
los guaristnos que forman el patritnonio de la hum::t–
nidad; -si e8to suc2diPra, decitnos, seria fácil á los
obispos y
á
otros funcionarios eclesiásticos, el
curnplirniento de su 1nision, en el doble caráter de
que se hallan ínvestidos.
8u conciencia no
se
vería expuesta á las contínuas torturas que se
pro–
ducen en los casos de conflictos de deberes.
Desgraciadarnente, no existe esta plácida arn1o
~
nía. Las intituciones pátrias vigentes no sien1pre
estan de acum:do con las instituciones católicas 1no-
.
'
dernas: la sociedad polítiGa
y
la sociedad religiosa no
van encaminadas por ígual s'endero; no son dos fner–
zas concurrentes de cuya accion eon1un y Rimnltánea
se puedan esperar resultados favorables al órden
y
al
progreso social. Son dos fuerzas que luchan en sen–
tidos. opuestos, dos entidades rivales y
su~picaces,
que anin1aclas de fundados
y
recíprocos recelos, pa–
rece que estuvieran en contínua acechanza para
invadir ca<la una la esfera
d.
e accion ele la otra.
Este antagonistno latente, esta lucha sorda
y