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¿Quién fundó esa escuela, señores? Indudablemente

el cristianismo traído en el ardiente corazón de Pedro,

que tres veces prote tó á su divino Maestro el amor que

le profesaba. Puesto por la mano de Dios como un sol

espiritual en el cielo de Roma, derramó sus fulgores,

y

con ello el calor y la vida e n el vasto radio en donde

brotaron tantas virtudes, tantos héroes, tantos hombres

regeneradores por la doctrina

y

por la g racia.

us ma–

nos encallccidas ung-ieron la ca beza de los O bispos, que

como planetas, giraban en torno de su cátedra; también

ungieron sacerdotes

y

levitas, que como los primero<> la–

varon sus estolas en la sang re del Cordero si n mancilla ,

y como ellos ciil.eron coro nas

y

empuñaron palmas de

inmortal verdor En una palabra, señores, Pedro, primer

Pontífice, fundó en el Occidente la escuela sublime del

martirio. El hecho heroico J e algunos mártires, que no

han dado su sangre por J esucristo,

y

que registra con

honor la historia antigua, no puede compararse ni por el

número. ni por la cal idad de las víctimas, con esos mi–

llones de héroes de todas condiciones

y

edades, devora–

dos por la sed por la pasión ¿el martirio, que Pedro vi–

no

á

iniciar en Roma,

y

que sólo se apagó al crearse el

Imperio cristiano baj o el cetro de Constantino. La Ig le·

sia cristiana debe pues,

á

Pedro, á sus sucesores de los

tres primeros siglos

y

á

todos los que

á

su imitación, nn·

dieron la vida por no rendir la conciencia ante el ídolo,

les debe, señores, la libertad ele la conciencia comprada

á precio de sangre pura, de sangre inocen te, de sangre

generosamente vertida. Con ella se han amasado los ci–

mientos de la Iglesia

y

se ha regado el 1rerdadero árbol

de la libertad, la Cruz de Jesucristo, que E l consagró

con la efusión de u sang re divina,

y

que brillará un día

en el cielo

á

influjos de los re plandores de su divino ros–

tro.

Mas, para efectu ar el g rande hecho de la red nción

de la libertad humana, aherrojada hasta entonces por las

pasiones

y

la tiranía, era necesario, absolu tamente nece–

sario, liberta r

á

los elementos que constituyen esa pre–

ciosa libertad: inteli<Tencia

y

voluntad, señores, son los

factores de esa facultad preciosa, que en el orden moral

conserva la di<Tnidad del hombre

y

en el orden civil

y

político defiende sus inalienables derechos. El pan ele la

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