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liviano de lo sentidos. al par que inventa manjare<: gra–

tos

y

artificios de reacción para lo

organ ismos debilita–

dos por f'l libertinaje, ofrece el contraste de gozarse en

la destrucción de los e clavos

y

prisioneros de guerra,

expuestos en su gra n Circo á la fiereza de los leones, ti–

gres

y

panteras, cautivados con esmero, cuidados con so–

lici tud

y

albergado

cómodamente en los cubiles, id t>a–

do por el a rte,

y

abiertos á los ímpetus de las bestias

que han de consumar el sacrifi cio de centenares de hom–

bres?

¿Qué trae, s(·ñores. esa estrecha barca á esta gra n ciu–

da d? Trae un hombre. un libro

y

una cru z. El hombre

ya le conocéis por su Aaqueza; el li bro encierra un a doc–

trina nueva, desconocida, asombrosa por

•J

sencillez su–

bhme

y

por la unción divi na y los gérmenes de vida que

atesora; un a cruz símbolo del suplicio

á

que fué conde–

nado el H ombre-Dios y que destinada se halla en los

providenciales de ignios. no s61o

á

da r sombra bajo de

sus ramas á la nueva sociedad que ha de formarse

á

su

amparo,

in o también á dominar las cu mbres de la ciu–

dad de las siete colinas, las cúpulas de sus basílicas, las

bóvedas de los

pal ~ cios

de sus grandes,

y

á brillar en las

coronas de us Emperadores.

Mas no adelantaré los sucesos: Pedro, primer Pontífi–

ce de la R eligión Cristiana, que fundó la Iglesia de J e–

rusalem,

y

luego la de Antioquía, fija s11 Sede en Roma

para luch:tr denodadamente por el triunfo de la doctri–

na, cuyo depó ito le confió el Salvador del mundo,

y

es–

tablecer en la gran ciudad la cátedra permanente de uni–

versal enseñanza, que. á la manera de sol esplendoroso,

ha de impa rtir sus rayos hasta los extremos de l Orbe.

No teme el error porque j esucristo le ha prometido "que

las puertas del infierno no prevalecerán jamás contra la

Ig lesia".

obre el hij o ele

J

onás, apodado Pedro, esto es,

piedra, fundó el Salvador la institución divina que debía

regenerar el mundo

y

continuar la obra de la Redención

por un a cadena interminable de Pontífices, sucesores de

P edro, cuyo primer eslabón constituyó él,

y

que cuenta

ya do cientos sesenta

y

tres eslabones, que ciñen apreta–

damente los muros de la J erusalem de la tierra, conser–

vando hasta el día, como sucederá hasta el fin de los

i–

glos, las divinas tradiciones

y

la autoridad divina, sim-