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bolizada en las misteriosas llaves que el Señor confió só–
lo á Pedro entre todos los Apóstoles.
No hace á mi propósito seguir los pasos del pescador
humilde al ejercer su misión entre las ruinas que había
amontonado el paganismo
y
sobre las cuales iba á edifi–
carse la Roma cristiana. Sólo tengo que contemplarle
muriendo en l.:t cruz levantada sobre el Janículo y fijado
en ella de misteriosa manera. Como sem illa de Pontífi–
ces
y
de mártires, su cabeza toca la tierra, sus piés se
dirigen á lo alto, como los piés del que se encamina al
cielo. Y su muerte que es la fermentación misteriosa del
grano de trigo de que nos habla el Evangelio, arraiga el
Pontificado cristiano en la pagana Roma. De esa raíz
brota el árbol frondoso que no han podido descuajar las
tempestades
y
en cuyas ramas brillan tantos Pontífices
ilustres, cuya acción civ.ilizadora debo reAejar en este
cuadro. Esa raíz bendita ha sido fecundada por tres si–
glos con sangre de mártires; pues, de los treinta y ocho
Sumos Sacerdotes que contamos desde San Pedro hasta
San Félix II, apenas seis murieron sin ceñir sobre la tia–
ra la resplandeciente corona del martirio. Y en torno de
esas grandes víctimas caen en Roma, en Grecia, en el
Oriente, en el Africa, en las Galias, en la Britania, en
una palabra, en toda la denominación del imperio roma–
no, cabezas de Obispos, de sacerdotes, de levitas, de va–
rones, de matronas
y
de doncellas y aun de niños, que
como los santos Justo y Pastor, salen de la escuela á de-
safiar al tirano y enaltecer el nombre de Jesucristo ........ .
¿Quién ha traído, señores, esa fuerza an tes desconoci–
da,
y
jamás soñada, á un mundo corrompido, adorador
del deleite,
y
cuya conciencia se doblegaba fácilmente á
los caprichos de un tirano, hasta inclinarse ante las lo–
curas
y
crímenes de ün Nerón y de un Calígula, sella–
dos los labios para la protesta y siempre dóciles para la
lisonja? ¿Quién ha redimido á la conciencia humana de
esas vilezas y cobardías, de esas connivencias con el cri–
men, de esas manchas de sangre, que caían sobre ella
cuando perpetraba ó aplaudía el delito? ¿Quién ha fun–
dado esa escuela, en donde aprenden todas las almas no–
bles la noción clara del deber, el odio al crimen, la obli–
gación del sacrificio, el sentimiento de la noble libertad
cristiana, por su origen y por su alto destino?