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que el culto de

faría no es solamente Evangélico

y

Bí–

blico, sino Mítico, como lo comprueban muchos hechos

qu e

sería prolijo enumerar.

Pero aún hay más. Dios, que creó el

niverso como

un artífice ejecuta su obra, manife tó, por medio de los

eres de la creación, las perfecciones

y

excelencias de su

modelo, es decir de M aría: no siendo las bellezas todas

de la Tierra , como la sublimidad de los Cielos, más que

vestigios que anuncian la grandeza

y

excelsitud de Ma–

ría, á quien la Iglesia aclama verdadera madre de Dios;

título que los cristianos repetimos siempre, pero sin que

haya intelige ncia humana que comprenda, adecuada–

mente, todo lo que él encierra.

. S. Jesús, que vino á ma nifestar la verdad, red imió

al hombre en el Calvario,

y

fundó la Religió n Católica

que los Apóstoles

y

sus sucesores e parcieron por todo

el l\1undo. De de entonces comienza la verda dera era

de regeneración, progreso

y

civilización de la Humani–

dad.

Nuestro Dios es luz, es caridad;

y

por eso la R eligión

de Cristo es ciencia qu e ilumina, es amor q ue une

á

to–

dos los hombres.

Es

igualmente una religión de armo–

nía;

y

la única que, de un modo inefable, en el tiempo

y

en la Eternidad, todo lo a rmoniza en Dio : individuo,

fami lia

y

sociedad. Por eso ha civilizado al

Iundo;

y

lo

preserva

y

preservará, de esas estridentes disonancias

del error

y

el mal.

El a lma de esas maravillas del amo r divino

á

quienes

rendimos culto en los altares: de ese ardentí imo Pedro;

de Pablo, el inconmovible; de Juan, el amado discípulo

del corazón de J esús,

y

demás apóstoles; del gran padre

Agustín. terror de los herejes y martillo de la herejía; del

máximo Doctor Gerónimo; del invicto defensor de las

imágenes el Damasceno; del

eráfico Francisco, á quien

viera el profeta de Patmos, en estática vi ió n. ascendien–

d o del Oriente, con la marca del Dios vivo; del infatiga–

ble

y

celoso defensor de la verdad, el apostólico Domin–

go; del fundador de la tan benéfica

y

simpática orden de

Mercedarios, Pedro

olasco; de ese magno capitán Ig–

nacio,

á

quien la Igle ia debe la excelsa compañía deJe–

sús;

y

tantos otros más; como de e<>a bendita Magdale–

na; de esas inefabilísimas Clara de Asís; Gertrudis, la

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