GLORIA ".
'207
" br~
él sus láminas de agua, sit)'tió una especie
de simpatía inexplicable, como un deseo de
expansión
y
confianza semejante al que se ex–
per.menta en presencia de' un buen amigo.
, ~1orton
miró las olas' que iban
y
venían con
el
más
admirable ritmo que existe en: lo crea–
do,
y
mirándolas sacQ ,del caos ,de su espíritu '
esta
pregunta:
c¿qué haré?j
En
la ·playa había una
piedl~a enor~e
arran–
cada por las olas
á
un acantilado cercano. So–
bre aquella piedl'a se sentó Daniel, contem–
plando el mar grave y cadencioso, como 'pén–
dulo inmenso que determina un secreto equi–
librio. En aquel
mar,
en su
voz
sel~ejante
al
zumbar de un cerebro donde hierven las ideas,
en el resoplido de sus olas
y
en aquel latido de
su enorme vida corriendo sin cesar del fondo
á
la playa y de
la
playa al fondo, vió Morton
perfecta
imagen
de la perplejidad en que se
hallaba su espíri
tu.
A
poca distancia
y
entre
las
pefias de la derecha, yacían aún los restos
del
Plantagenet,
herrumbroso esqueleto, que se
desgastaba lentamente sin que hicieran caso
de
él
ni
los hombres
ni
los peces.
Sentado
en
la piedra, el codo en la rodilla
y
la
barba sostenida en los dedos; fijo
y
quieto
como Ulla esfinge; centinela en la puerta de lo
infinito;
mirando
siempre hacia adelante,
y