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Libro Quinto

Capítulo XXXVI

E

NTONCES, YA ENOJADO EL

Presidente, dijo dos

veces en alta voz: «Quítenmelo de aquí,

quítenmelo de aquí, que tan tirano está hoy

como ayer». Entonces se lo llevó consigo

Diego Centeno, que, como se ha dicho, se

lo había pedido al Presidente. Los demás

capitanes enviaron a otras partes don–

de los guardasen y tuviesen a recaudo.

Francisco de Carvajal, aunque ya viejo

de ochenta y cuatro años, por el natural

odio que a la muerte se tiene se puso en

huída, con deseo (si pudiese) de alargar

algunos días más los de su vida. Iba en un

caballo mediano, castaño y algo vejezue–

lo, que yo conocí, y le llamaban Bosca–

nillo; había sido muy lindo caballo de

obra. Al pasar de un arroyo pequeño, de los muchos que

hay en aquella campaña, que tenía siete o ocho pasos

de bajada y otros tantos de subida algo áspera, el ca–

ballo decendió con alguna priesa, porque el huir se lo

mandaba así; y pasando el arroyo tomó más furia, para

subir por la cuesta arriba. Carvajal, por su mucha edad y

por sus muchas carnes, que era muy grueso de cuerpo,

no pudo ayudar al caballo, que con asirse a las crines

bastaba; antes se ladeó a un lado y llevó al caballo tras

sí, hasta que cayeron ambos en el arroyo y el caballo le

tomó una pierna debajo, que no pudo levantarse. Yasí le

hallaron los suyos mesmos, que iban huyendo, los cuales

holgaron mucho con su prisión,

y

entre todos acordaron

de llevarlo preso al Presidente, para que por tal presente

les perdonase sus delitos.

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