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En aquel pueblo de reciente formacion donde había necesi–

dad de organizarlo todo, desde sn embrionaria sociedad hasta

el mejor sistema de percepcion de rentas, no era, como se

comprende, la personalidad militar de Rivera la indicada para

la tarea constante y laboriosa y árdua que era preciso acometer.

Fué, pues, el Gobierno de Rivera, fiado á sus inspiraciones

personales y á sus muy escasos conocimientos, una sucesion

de errores y de faltas, hijas de la sítuacion, de los hombres, de

los medios, de las pasiones mismas de la época.

Así es que la segunda Presidencia de la República, con el

General D. Manuel Oribe, electo para su desempeño, pareció

ÍIJ¡Íciar como inició en efecto, una era nueva, mas ordenada,

mas ajustada á la constitucion y mas en armonía con los altos

intereses de la nacionalidad oriental.

Era el General Oribe, un militar instruido, cuya conducta

y prendas personales le habían g ranjeado unánimes simpatías,

especialmente entr e la parte mas culta de la sociedad. Sus

bellas condiciones de carácter, la rigidez de sus principios

constantemente demostrada en los distintos puestos que había

ocupado, el mismo brillo de su carrera sin mancha, lo rodeaban

de una aureola de merecida popularidad.

Sus primeros actos de gobierno, probaron muy luego su

decidido intento de r egularizar la situacion desquiciada en que

había dejado al país la anterio r admini tracion, llamando á su

lado á ciudadanos ilustrados y honorables con cuyo consejo

<lió principio á las reformas que se reclamaban con urgencia.

Iniciada así su marcha con el aplauso y la aprobacion pú–

blica, contrajo especial cuidado á hacer respetar la ley, á

garantir el ejercicio de todos los derechos y á manejar las

rentas con la mayor economía

y

honradez.

Había subido al poder con el apoyo de los principales hom–

bres del pais y por el voto unánime del pueblo, y demostró

durante su gobierno que poseía condiciones de organizador

y

de administrador recto.

Todo parecía indicar que concluiría tranquilo su gobierno sin

que ningun disturbio interior ni guerra exterior alterasen la paz

á

cuya sombra el pais marchaba ll evando vida tranquila

y

be–

néfica, cuando el General Rivera que había sido nombrado Co–

mandante militar de campaña y r esidía en el Durazno, se alzó

en armas contra el gobierno legal el 16 de Julio de 1836.

Con anterioridad hemos dicho, que Rivera era el caudillo de