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LORD MACAULAY.

El golpe era, en verdad terrible. Cierto que la pér –

dida numérica para la Corona y la ventaja real para

los invasores apenas ascendía á ·doscientos infantes

y

otros tantos caballos. Pero ¿dónde podría el Rey en

adelante encontrar aquellos sentimientos que hacen

la fuerza de los Estados y de los ejércitos? Cornbury

era heredero de una casa famosa por su adhesión

á

la

Monarqula. Su padre Olarendon, y Rochester su tio,

eran hombres cuya lealtad se suponía

á

prueba de

toda tentación. ¿Cuál no debía ser la fuerza de aquel

sentimiento contra el cual eran impótentes las pre–

ocupaciones hereditarias más hondamente arraiga–

das, de aquel sentimiento que era bastante poderoso

á

llevar á un joven oficial de g ran cuna á la deserción,

agravada por el abuso de

confianz~

y una falsedad

insigne? Y aun daba al suceso proporciones más alar -

man tes el no ser Cornbury hombre de cualidades

brillantes ó de carácter emprendedor. Era imposible

dudar que no hubiese oculto en la sombra algún pode–

roso y artero tentador. Quién fuera éste, es lu que se

había de ver bien pronto. En tanto ningún soldado del

campamento Real podía estar seguro de no hallarse

rodeado de traidores. El rango politico, el rango mili–

tar, el honor caballeresco, el honor del soldado, las

más vehementes protestas, la más pura sangre de

OalJallero ,

no podian ya en lo sucesivo ofrecer seguri–

dad. Todos podían con fundamento dudar si las ór–

denes recibidas de sus superiores no servían para

secundar los propósitos del enemigo. La pronta obe .

diencia, sin la cual un ejército es tan solo desorde–

nada multitud, había necesariamente terminado.

zQué disciplina podía haber entre soldados que acaba–

ban de salvarse de una asechanza, por no querer se–

guir ,á s'ujefe en una expedición secreta, y por insistir

e n hacerle presentar sus órdenes?