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LORD MACAULAY.
y lugar. Un par tido defendía
á
Perrault y
á
lo mo–
derno , mientra que otro estaba por Boileau y lo
antiguos. En un grupo e di cutía si el
Paraíso Pcl' –
dido
debía ó no haberse escrito n rima. En otro, un
envidioso poetastro se empeñaba en demo trar qu
Venecia Salvada
no debía de haber e puesto en escena·
En ningún sitio como aquel podía verse multitud más
heterogénea. Condes con el pecho cubierto de con–
decoracione y ostentando la jarr tiera; clérigos de
larga otana
y
alzacuello; locuaces estudiantes de
leye ; tímidos jóvenes de las niver-idades, y traduc–
tores y confeccionadore de índices, que se distin–
g uí an por sus raída ca aca . Pero el de eo de todos
era sentarse cerca de la silla de Juan Dryden. En
invierno, aquella silla se colocaba en el mejor sitio,
al lado del fuego,
y
en verano en el balcón. Acer–
carse
á
saludarle
y
oir su opinión acerca de la última
tragediii. de Racine
ó
del tratado de poesía épica de
Le Bossu, era considerado como una honra.
n polvo
de su caja de rapé era favor ba tante
á
tra. tornar la
cabeza de cualquier joven entu ia ta. Rabia también
cafés donde se podía consultar á. los primeros médicos ·
de Londres. El Dr. Juan Radcliffe, que en 1685 era el
más famoso de la ciudad, iba todo lo día ,
á
la hora
en que la Bolsa estaba llena, desde su casa ele Bow-
treet, que era entonces uno de los sitio más ele–
gantes de la capital , al café de
Garraway,
donde se
l
veía rodeado de boticarios y cirujanos
n una
mesa particular. Había cafés puritanos donde no se
oía ni una mala palabra, y -en los cuales, gente de
li so peinado discutía con. voz gangosa. sobre los ele–
g idos
y
los réprobos; cafés de judíos, donde se reunlan
los ojinegros cambi tas de Venecia
y
de Arnsterdam,
y
cafés católico donde, según crefan Jos buenos pro–
testantes, trazaban sus planes los jesuitas, tratando,