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He ensayado con todos los jugos de las hojas a rep roducir un pedazo

de la Naturaleza, pero me sal e muerta. No puedo hacer la alegría . del ,

bosque, ni la azul belleza del cielo, ni puedo hacer una sonrisa sino en

el tosco ba rro. ¿Tú no 'crees que se puede hacer otra naturaleza como la

que se ve?.,. Los hombres del Imperio no comprenden esto. Nadie hay

que comprenda esto. El barro es tosco; yo puedo hacer todo. con el

barro, pero, ¿cómo haría yo a un hombre que pensara, cómo pondría

.

~n

su cara la palidez del insomnio? . ..

¡Ah!, cuán desgraciado y pequeño soy hermano .. . ! Y lo llevó hasta

s u covacha y le mostró un muro en el cual se veía, vago y lleno de du–

rezas a trozos, un pedazo de campo. Pero allí faltaba un color. . . El

color de un trepúsculo. El rojo era dema s iado rojo. El quería un ca or

como el del Sol cuando ya se ha ocultado, algo como los pétalos de las

florecillas rosadas ...

- Esto ho es, no es

1

hermano. . . esto no es como el crepúsculo .. .

1

-El crepúsculo sólo lo qu ede hace r el Soi , hermanito. ¿Por qué te

empeñas en igualarlo? ...

, -Yo qui ero hacer lo que hace el Sol, lo que hace el día, lo que

hace la Naturaleza.

'

Un dí a Yactan se había alejado en bw!ca de una semilla, que es. ·ro–

sada~

para ofrecérsela a Apumarcu. Y cuando volvió por la tarde encon–

tró so lo

el

lu ga r donde solía estar el artista. Entró hasta su cuarto y

no lo encontró.

Un día Apumarcu se empeno en hacer sobre un muro los colores de

una tarde, de aquella tarde en la cual había visto a Yactan Nanay. Cogió

hojas y empezó a restregarlas contra los muros y con unas flores iba

dando las notas de color.

- Tráeme hojas y florecillas de molle, le dijo.

A poco volvió .

--Esto no es, no es, hermano . . . pero

pu~de

ser ...

Entonces, como poseído de una fuerza extraña, empezó a restregar

fet>rilmente co ntra el muro los diversos colores y en su rostro iba cre–

-ciendo un a ext raiía fiebre, y trabajaba cálidamente y seguía copiando la

luz y el paisaje que por la ventana veía. De pronto se detuvo. Faltaba

-algo, urt algo sólo, un tono, un color que él no tenía; ¿cómo hallarlo?

Sacó su cuchillo de chilliza y apasionadamente se cortó

el

puño, y sur–

gió la san gre cálida y roja a borbotones y mezcló su sangre con el agua

de un vaso y vió el color que le faltaba y siguió poniendo las notas

hasta que ·cayó exánime sobre su lecho.

Cuando Yactan--Nanay volvió, encontrq a Apumarcu tendido sobre el

lecho; ía sangre coagulada y morada había hecho un pequeño lago en la

tierra, y en el muro vió el paisaje de la última tarde.

Besó su frente y, llorando, tocó a sus pies la canción del crepúsculo.

El oro del Sol caía por la ventana estrecha y se desleía en las ropas