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marias del salvajismo y la barbarie hasta

llegar a la condición de civilizado, para

culminar, en ascensión progresiva, en ele- ·

mento creador de una cultura.

Tiahuanacu es, pues, la cultura abori–

gen y genuinamente americana. Sus restos

arqueológicos constituyen el testimonio

más fehaciente de lo que afirmamos. En la

cultura Tiahuanacu, se encuentran todos los

"dominios culturales" que integran el orbe

de una cultura, como creación humana en

la naturaleza y frente a ella. Los tiahua–

nacus, que no son otros que los antepasados

milenarios de los actuales aymaras, ani–

maron una de las más fecundas mitologías,

que contiene la cosmogonía y teogonía an–

dinas; tuvieron costumbres y organización

propias; crearon un idioma, inventaron

técnicas, se dieron una religión y, lo que

para muchos autores constituye el sello

inconfundible de una cultura, S·e expresa–

ron, en el orden artístico, mediante un es–

tilo propio e inconfundible.

Esta cultura de la meseta, en cuya for–

mación debió conjugar el aporte de estirpes

de distintas regiones, experimentó el aflu–

jo de decisivas incoporaciones, hasta cons–

tituir un todo unitario y orgánico. Después,

una vez constituído su punto focal, que fué

Tiahuanacu, extenderse, llevar sus valores

en un movimiento centrífugo. La irradia–

ción cultural, de la que quedan restos ma–

teriales y vestigios reveladores, por buena

parte del Continente, es otra demostración

de su poder expansivo. Igual fenómeno nos

ofrecen las demás culturas antiguas.

Con ]a cultura tiahuanaquense ha ocu–

rrido un hecho excepcional que sería ·de–

mostrativo de su vitalidad. Periclitada, ya

sea por haber cumplido su ciclo, o por

otras causas al parecer catastróficas, vol–

vió a renacer en una civilización. De sus

viejas raíces, como ocurre con ciertas espe–

cies vegetales, brotó un nuevo tronco, tan

vigoroso como el que fuera sustentado an–

tes. Esa civilización, hija o producto de la

cultura aborigen, en su etapa expansiva,

cubrió los mismos ámbitos geográficos,

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hasta donde llegara en su diáspora bien–

hechora. Se trata, pues, de un inusitado

caso de renacimiento que, al parecer, es–

taría en contradicción con lo que general–

mente ocurre en los procesos culturales.

No llegó a desaparecer totalmente, como

aconteció con otras culturas prehistóricas.

En el orbe andino tendríamos el caso ex–

traordinario de que una cultura dió naci–

miento a una civilización. Sus valores la

nutrieron. Sus elementos humanos supPrs–

tites, resultarían ser los transmisores de su

vieja sabiduría. Grupos sociales, que por

sí mismos no llegaron a vencer los estadios

primarios de evolución social, fueroú ci–

vilizados por obra de tales transmisores.

Una nación joven, con un nuevo destino,

ocupó el lugar dejado por la cultura ma–

dre. No puede existir otra explicación sa–

tisfactoria sobre los orígen-es del Incario.

Pues es sabido que las civilizaciones no

advienen milagrosamente. Se forman en un

lento y laborioso proceso, requieren de ci–

mientos, de ·estructuras y de un poder so–

cial fecundante. El poder fecundante, que

el mito poético de la pareja legendaria ha–

ce surgir de la entraña del lago Titicaca,

no es otro que el poder de los conocimientos

que llevaron consigo los sobrevivientes de

dicha cultura.

Sin referirnos a las intuiciones de algu–

nos de los cronistas que visitaron y descri–

bieron las ruinas de Tiahuanacu y dejaron

sentado que ellas correspondían a tiempos

pretéritos al florecimiento del Incariato,

acudamos al juicio de escritores modernos

para afianzar más nuestros asertos. D'Or–

bigny, al describir la puerta del Sol de

Tiahuanacu, dice: "Para la época en que

se erigieron esos monumentos, ya existía

allí el culto del sol en ese lugar, centro de

una civilización muy adelantada y de una

población muy numerosa. Si eso es así, lo

que resulta muy difícil no admitirlo, como

esos monumentos son anteriores a los In–

cas, que los descubrieron en ocasión de sus

" 1

conqmstas . . . .

1

"Viaje a la América Meridional".