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de tierras laborables, de campos de pasto–

reo. Es decir, un sitio apropiado para ra–

dicarse de por vida. Es posible también

que, d·e acuerdo con sus creencias religio–

sas, su veneración por los

achachilas

-las

grandes elevaciones montuosas- pudo in–

fluir en el establecimiento de los primeros

ayllus

la presencia del Illimani que, al

fondo de la cuenca, s·e levanta y perfila,

majestuoso. Este monumento de la natura–

leza, constelación de nieve y roca, de

lí–

neas armoniosas, que excita la admiración

y que influye en el ánimo como un don

puramente estético. fué, sin duda, un sím–

bolo de los subyugantes poderes de los

Apus,

los demiurg<>s andinos, siendo, él

mismo, un

Apu

supremo.

En sus exploraciones, partiendo del Ti–

ticaca con dirección a la floresta donde

debían proveerse de madera o de frutos,

descubrieron la cuenca y la atravesaron.

En sus jornadas a los

Yuncas,

era el fin

de la primera, que invitaba al descanso

por el abrigo natural y por la existencia

de pastos y de agua. La hoyada constituye,

entre la altiplanicie y la cordillera, una

gigantesca concavidad donde se está a cu–

bierto de los vientos alígeros y helados y

donde la atmósfera es menos fría que en

la meseta. La cuenca, en toda su extensión,

con sus benignidades, tiene la atracción de

un oasis. Es el comienzo del descenso bien–

hechor hacia los valles, en la travesía a

las vegas.

Si la consideramos como expresión es–

tética, ofrece un panorama impresionante

por su severidad. Se extiende longitudinal–

mente en varios kilómetros, a ambas orillas

del río, formando una quebrada abierta

con sus inmensos taludes que, por el este,

ganan las serranías que la circundan y,

por el poniente, forman arista con la ceja

de la altiplanicie. A vuelo de pájaro, es

un anfiteatro de topografía irregular y la–

beríntica que ofrece perspectivas variadí–

simas, destacándose al fondo las sierras

multicolores y, más allá de ellas, el Illi–

mani. No ofrece la hoyada un paiSaJe gra-

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to, como sería el de un valle de vegetación

variada o de rincones pintorescos. Tiene

un curso sinuoso, en el que, los avances de

las colinas y las quiebras de sus riachos

ocasionales le dan perspectivas de escena–

rio, de dondequiera se la contemple. Hon–

donada para la contemplación de sus pa–

noramas y de la montaña de nieves per–

petuas del trasfondo. Sitio de la medita–

ción, podría llamarle un filósofo de arran–

ques telúricos, pues, quien contempla, está

en el comienzo del cavilar, del pensar

ahincado. Paraje serrano y andino, severo,

sin galas, tiene la virtud de infundir for–

taleza y temple al ánimo. En él prosperó

la ciudad donde una nación, más tarde,

aunó sus anhelos, sus deseos, sus designios,

para vivir las sucesiones dramáticas de su

historia.

Éste es el lugar que eligieron los ayma–

ras antiguos, aquellos que dieron vida a la

cultura Tiahuanacu. ¿A qué estirpe perte·

necieron? ¿Fueron los

pacajis,

los

umasu–

yus,

los

sucasucas?

Esto es lo que aun no

puede desentrañarse, pero existen indicios

para afirmar que han sido los

pacajis

los

descubridores de la cuenca,

y

quienes de–

cidieron establecerse aquí. Y lo hicieron

tal como proceden los fundadores de pue–

blos, es decir, previo el reconocimiento,

catando sus dones naturales, aquilatando

su conveniencia y, por qué no decirlo, to–

mando muy en cuenta los contrastes de la

escenografía serrana, de tan fuertes pode–

res de atracción, así sólo fuese por la exis–

tencia del Illimani.

Imaginémonos la cuenca deshabitada,

sumida en silencio solemne y, allí, en el

borde de la altipampa, contemplarla uno

de esos

Mallcus

emprendedores y de mi–

rada penetrante, avizorar en toda su ex–

tensión la hoyada. El río torrentoso, los

manantiales incitantes, los

chijis

de verdor

reluciente, la vegetación aborigen colorean–

do las múltiples quebradas menores. sus

cerros con pelambre de paja, las sierras

policromas, sus picachos azulados en la

lejanía y, dominando el dilatado trasfondo