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de palo, para el uso diario, y ·la de plata

y oro, en las invitaciones o solemnidades,

llamados días de etiqueta. Finalmente, la

despensa.

En las habitaciones del piso bajo, están

el cuarto de monturas, el de ·escarmenar

lana, el de liar cigarrillos y otros meneste–

res secundarios.

El Cabild9. o sea la casa de gobierno

y

la Ca–

tedral primitiva de La Paz, según datos de la

época.

El segundo patio está ocupado por la

servidumbre; el mayordomo y el ama de

llaves con sus familias, el

pongo

y la

mi–

thani,

aún cuando es bien sabido que el

pongo duerme en el zaguán, de donde le

viene, "precisamente el nombre, y la coci–

nera. También suele acostumbrarse el cuar–

to de duendes, destinado, de acuerdo con

las reglas pedagógicas de la época, a la

corrección de los niños desobedientes.

Aun en el _siglo XVIII, el ·empedrado de

las calles es de guijarros, teniendo al cos–

tado un canal abierto que discurre lleván–

dose las inmundicias.

Hermosa muestra de tallado en madera. Un balcón

, colonial de La Paz.

El paisaje paceño es múltiple y complejo,

dice Gustavo Adolfo Otero e imprime una

emoción llena de sugestiones espirituales.

Diríase, visto desde el arenoso yermo del

Alto, una profunda hondonada, cortada por

la sabiduría de los siglos, espectáculo úni–

co por su colorido y el armonioso capricho

del panorama. Destácase en el fondo, pin–

tando un cuadro, el Illimani, erguido ol·–

gullosamente en la inmensidad cristalina

del aire terso, y más aquí, el rojo de las te–

chumbres de teja, que forman una mancha

purpurina. La belleza de las torres eclesiás–

ticas y el verde de la campiña introducen

una nueva nota de contraste en este paisaje

policromo y cambiante.

La ciudad se agazapa en los cerros, trepa

por las colinas, cruza el Chuquiapu, se ex–

tiende a su largo y repta cautelosamente

por las quebradas y pendientes. Las colinas

que la circundan, cubren el horizonte, re–

cortándose en el cielo azul con angulosi–

dad·es de sierra. La fisonomía interior de la

ciudad reserva .el espectáculo de sus cons–

trucciones, las cuales no deslumbran ni

por su magnificencia, ni por su lujo ni por

su audacia arquitectónica; en cambio, pre–

sentan un cuadro de color local interesante

por su composición.

En primer término se ·encuentran esas

casonas con· aire conventual, de abultados

balcones y rejas, la perspectiva de algunas

residencias señoriales y sus templos de can–

tería, en los cuales los alarifes cast-ellanos e

indígenas pusieron la inspiraciói] de su pe–

culiar arquitectura hispano-indígena.

Por último, para que la nota

d~"7ol~

se subraye, se encuentran en la ciudad las

construcciones indígenas de adobe o tapial

con techo de paja, que dan al ambiente pa–

ceño unas pinceladas eglógicas con algo de

poesía rural. Es el rostro fisiognómico de

los días coloniales con una poderosa fuerza

de creación e impulsión; una gran volun–

tad puesta al servicio de anhelos construc–

tivos y de cultura. Su cJ;ecimiento estuvo

unido a su desarrollo económico y al ere-

.

~imiento

de su población. Fué La Paz la

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