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JULIAN SANTISTEBAN OCHOA
seedores del oro y la plata que a raudales les ofrecía el territorio conquistado,
pero que los hacía generosos y liberales; que poseían la máxima virtud de
lo heroico y lQ ascético, al decir de
un
defensor español entre muchos, como
F. Benito de Peñaloza y
Mondr~gón
y
del inglés Ludwid Pfandl.
Repres~n
tesele como se quiera por parte de sus detractores y admiradoces, que los hay
muchos y en
ardoro.sapolémica (tanto indianistas apasionados
co~o
hispa.I}.is–
tas fanáticos), para la críHca
histórjco-ci~ntífica,
desapasionada y
serena~
ni
ángeles, ni demonios, simplemente
hombres,
en el niás amplio sentido de la
palab~.
hombres que cumplen fielmente su
destin~
histórico. No pertenece
al
historiad~r
el llorar la conquis'ta, ni
tembl~
como copardes ante el victo–
rioso. . El conquistador español del siglo XVI, no sólo es el representante de
la España de su época, sino de toda la Europa del' momento;
~s
el portavoz
. dy su siglo y de su cultura, concrecionada en la grandeza del humanismó de–
mocrático y
d~l
imperialismo reli9ioso. .
Grandeza, pero grandeza humana, se respiraba en el siglo XVI e11- toda la
culta Europa. El Renacimiento lo había inspkado; en el arte, con la Catedral
de San P-edro dé Roma, con
1
las colosales estah,
l.asde Miguel }\.ngel y los fres–
cos de Rafael y mil artistas más; grande como para abarcar el ecumenismo
religioso que se le escapaba por el Norte, pero que se ,ensanchaba por el
Oriente; grande para el bien con el sentimiento humano y la libertad indivi–
dual, que dió aliento y ·empuje a los aventureros del mar que redondeai'on la
tierra con e'l milag'ro de su voluntad sobrehumana e inigualable; grande en
la lucha
religio~a
con un Lutero que desafía el omnipotent!3 solio de los Pa–
pas y de un ConciliC? de Trento que se le
~nfrenta;
grande en la lucha
pol~tica de los árabes que hacen temblar el Occidente y de la reacción hispano–
italiana, que termina con los' otomanos en las·
agua~ d~
Lepanto; grande en
el mal también, porque achicharran hombreSI en los bando.s protestantes y ca–
tólicos, por
po
pensar como sus fanáticos piensan; en Ía venganza refinada,
sensual y efegarite de los Borgia, en la mátanza de las mujeres del batbazul
Enrique VIII -./ de lQs hombres de Isabel de Inglaterra; en las vísperas sici–
lianas o en la noche de San Bartolomé: mientras
un
Fi'ancis<::o Xavier moría
en la lejana Niponl:a secada la mapo de tanto bendecir y bautiZar infieles para;
Oristo, o cuando Teresa de Cepeda u Ahumada se extasiaba en su mística
escribiendo sus Moradas. Los detalles sobran, los
m~cres
no existen, sé
vivía y morÍq con grandeza, por el bien o por el mal. Así era el siglo XVI.
Consecuencia de esta grandeza de 'la época fué el humanismo que e:.x;al–
taba hasta su máximo los valores humano¡; dentro de la plenitud del vivir; ·
escapa del aprisionamiento conventual y del
te~plo
gótico para salir a ple–
na luz o vivir bajo las artchas arcadas románticas renacentistas; destierra el •
silogismo casuístico y el hergotismo hermético,
para
abrazar la dia-léctica
y
la elocuencia del bien decir. Ya .no es el renunciamiento de la personalidad
en aras de la
bienaven~anza 1
celeste que tortura
a~Q.
y cuerpo, sino la fuer:–
te valorización de la voluntad para realiz!J.r las hazañas más insospechadas.
Su norma no es la fría e inflexible regla,
sino
el sentimiento exaltado liel
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