acababan\ de dejar, se dirijieron
al Convento.
Almagro meditaba
en la
venganza; pero Luque meditaba
en ablandar la dureza i
la
cerra–
da incomprensión de Pedro de
los Ríos.
Ya en su casa, Luque acla–
ró la situación.
-Comprendo,- dijo,- que no
e!l un sueño el vuestro.. Los te–
soros que trajístes; estas hermo–
~as
túnicas que aquí conservo; la
existencia de los pueblos descu–
biertos; los relatoe de Martín Fe–
hpe; . . . . . .
todo hace ver has–
ta:
al más ciego, que un día po–
dremos llenar
de oro todas las
arcas de la lejana V!paña; pero
por hoi, no podemos hacer más
que someternos a la voluntad de
don Pedro de los Ríos, el seor
Gobernador.
-Pero ti Pi,zarro? .-
volvió
a decir
con
intranquilidad Al–
magro.-
E~.toi
seguro que Pizarro
no regre:ará con la vergüenza en
el rostro,
de no haber llegado
al fin de nuestra tan pregonada
empresa.
-Holgáramos ante Dim:, hi–
jo, que
pudiéramos socorrerlo;
pero el asunto es grave: ee nos
acusaría de desobediencia a1 Rei,
i
sin asco
ni compasión se nos
ahorcaría.
Después de meditar un buen
rato,
el
Padre
Luque, añadió
un tanto entusiasmado:
-Acabo de hallar
fa
clave :
eJcribíremoc a Pizarro
rogánd~'"' que se sostenga en tu puesto
Míentras
no
regrese,
hai una
r " ·' harta esperanza. . . . . . Que
~ e
sostenga; juro
por la Hostia
Consagrada,
que no descansare–
rr.o:.. hastá doblegar la voluntad
del Gobernador, i enviarle cuan–
•.o sea,
nece~.ario
para la conti–
nuación de nuestra expedición.
-Convengo
en
ellq,-
dijo
Almagro.- Haced la
carta
i
en–
cargaBa vos mísmo, Padre. Vues–
tros soc.ior. hemos fiado a!t'amen–
te en vuestro
ingenio
i
vuestra
discreción . . ... .
Al
~iguiente
día todo Pana–
má sabía,
i con exajeración, la
realidad de las desgracias d-e los
aventureros.
El cuarteto de Sa–
rahia andaba de boca en boca,
i
fle hizo popular .. . , ..
Los aventureros que acaba–
han de
~legar
con Ruiz, termina–
ron por matar
la última ilusión
~n
el País del Oro. Su aspecto
l
adavérico,
su pobreza
i la en–
fermedad
de muchos de ellos,
agigantaron en la imaginación de
los colonos,
los horribles sufri–
mientos que habían padecido.
Después de ver a los aven–
tureros
del piloto Ruiz,
nadie
pensó,
pero ni aún por gracia,
engancharse
para
el fantástico
Pirú; mucho más cuando se supo
la brusca determinación mexora–
ble del Gobernador.