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-168-

caber a c1enc1a c1erta adónde.

Vió una turba de aventure·

ros

desarrapados

como

él,

i

se

r.in

tió feliz de alejarse con ellos

para l-iempre, de una patri.a que

no

le

guardaba un qlriño.

Se despertó ; pero la fiebre

"'olvió haceno desvanar. Enton–

ces se vió jun1 o a Balboa, tras-–

montando

los cerros,

i

luego

frente al Océano inmenso, nunca

soñado, teatro

hoi de sus

haza~

ñas

i

de

r.us

desventuras.

Su pesadilla se extendió lue•

go a Jo largo de la costa inhos-–

pitalaria i trágica; vió a su gen–

te morirse de hambre; oyó con

la claridad de lo real, los alari–

dos de

los hombres enfermos;

los vió hartarse

con las yerbas

mabanas de los bosques, i luego

los vió caer,

i

escuchó los ester·

tores de r.u muerte.

Después cambió

la escena,

i

se. Vlo

derribando

un árbol

corpulento

cuyos

frutos

eran

todos de oro i pedrerías; seo vió

luego opulento

i poderoso;

los

indior. le adoraron como a su Se–

ñor; él repartía

la muerte i los

favor,es,

como

amo

único del

mundo,

de

la Vida

de la

r·vtuerte.

I en

su deürio

de gloria.

de riqueza

i

de poder, vino un

sér parecido a un fantasma,

i

con

una espada mui

brillante, le hi–

rió en el corazón.

En vez

de grito

dió una

t

arcajada gutural i lúgubre, que

los que dormían cerca

la escu–

charon.

Su propia carcajada

1e

vol–

vió a la realidad.

Se metió la mano al pecho i

sintió cierto dolor.

-Es

un

!.ueño, i en el

sueño,

una siniestra pesadilla,- se le oyó

aecir .•.•..

Se levantó temprano, como

siempre. El día estaba un poco

claro; anunciaba

al fin

bonanza.

Esto bastó para

reanimar.lo.

Ambuló po

r la playa,

i

sin

&aber por qué, se miró el tosco

calzado hecho pedazo&.

Un suspiro rotundo se esca·

pó impertinente de su pecho.

Se le acercaron algunos de

~us

hombres. Pedro de Candia,

Alonso Briceño, Martín de Paz

i

tres soldados más, contempla·

ron a

w

Jefe con cierto aire de

.

.

,

conm1serac10n.

Pedro de Candia le dirijió

ed

saludo.

-Buenos días, Capitán.

-Así

los

tengáir.

vosotros,

bravos compañeros

de

infortu·

nio. Volvamos a las tiendas i re–

cemos la oración de la mañana.

-Creemos que

hoi estar.á a

nttPstro lado Almagro: le hemos

soñado.

-Plugiera

al Cielo que los

sueños• vuestros

no mintieran,·

contestó Pizano.

T o

eh ~

1

a'l mañanas

se a–

rrodillaba.,

todos a rezar

i

ele–

var sus súplicas a Dios. Por las

tardes .repetían

sus oficios

r~i·

giosos en conmovedora unción.

¡Qué difícil,

si no imposi·

ble, era descubrir en esos hom·

bres, entregados a su fe con tan–

ta santidad,

los erueles aventu·

reros que por el brillo fulguran:

te del oro, no vacilaban en dar

la muerte a los hombres, como

si fueran dañinaz alimañas

l.