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JOAQUIN V. GONZALEZ

atraia

las

puebladas de indios, fascinados por los

soni<los de una musica que para ellos, tan inclina–

dos a todo lo que venia de

la

religion inc6gnita del

cielo, debia ser sobrenatural. No de otra manera

el

"rey de los pajaritos", esa crve de

pod.er

suges–

tivo, se

p~:me

a dar gritos encima de un arbol para

apresar despues a todos los demas que fatalmente

acuden a

SU

llamamiento imperiow. La musica des–

arma

el

furor del barbaro, haciendole llegar al al–

cance de la palabra del misionero; el artista doma–

ba con sonidos lastimeros a la fiera de la selva pri–

mitiva, que corria a echarse a sus pies para recibir

la caricia de la mano que pasaba dulcemente por

su cabellera hirsuta: la flecha duerme en el car–

caj ; el arco esti tendido en el suelo; la honda ter–

ciada sobre

la

espalda curtida

y

anudados sus ex–

tremos

sob.re

el pecho velludo; los ojos avidos y

d

oido encantado estan fijos sobre el instrumento

maravilloso, de cuyas cuerdas brotan lamentos je–

remiacos bajo la presi6n del arco, que recorre len–

tamente los tonos y las intensidades del sonido. Pri–

mero es la infantil curiosidad, luego la influencia

de la melodia, obrando sobre el organismo del sal–

vaje como sobre el de la serpiente, y despues la

idealizacion instintiva del poder que tales arroba–

mientos produce : y como mas alla de lo conocido

no concibe sino la divinidad omnisciente, es ella, si,

la que habla por intermedio del hombre de tupida

barda y de tfuiica talar, a cuya cintura se enrosca

ttn

cordon de cifiamo, y cuyos pies desnudos solo

defiende de las espinas con la usuta que le es cono–

cida. Si, debe ser ese Dios de los cristianos quien

ha mandado a este hombre extraordinario dotado

ae arte tan sublime; deben ya los dioses nativos, e