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JOAQUIN V. GONZALEZ
infundirnos miedo y retraemos de nuestras habi–
tuales excursiones a la montafia. He sabido despues
que se pe:rseguia a
mi
padre, quien se hallaba oculto
en una gruta conocida solamente de los viejos del
lugar. Estaba a precio su vida y se le buscaba con
orden de llevarle vivo o muerto. No era el solo:
muchos otros huian tambien por esos mismos ce–
rros, mientras sus familias lloraban su suerte sin
poder auxiliarlos en los desiertos escondites que ocu–
paban.
i
Oh tiempos dolorosos
!
1
Cuanta amargura ver–
tieron en mi coraz6n que despertaba ! 1Cuanta som–
bra en mi imaginaci6n que ensayaba sus vuelos en
medio de una naturaleza tan rica v tan f ecunda
!
Un dia nos dijeron que debiamos
m~char
a la ciu–
dad a visitar a mi padre; pero que todos, todos
marchariamos.
.!.
Por que no venia ·a visitarnos a
nosotros, que le esperabamos todos los dias
y
salia–
mos a encontrarlo, creyendo que a el anunciaba la
lejana nube de polvo? ;_ Por que no venia nunca,
y
nos volviamos tristes despues de haber visto des–
vanecerse esos locos remolinos que
el
viento nada.
mas levantaba con la tierra cernida de los caminos?
Era que ya mi padre estaba preso, y sus enemigos,
por atormentar a mi madre, a quien no pudieron
arrancarle ni con amenazas brutales el secreto de
su escondite, le mandaron decir que estaba con<le–
nado a muerte, y que se apresurase a verlo antes
de su fusilamiento. Eran las torturas refinadas, ca–
racteristicas dcl tirano de ciudad, a quien la edu–
caci6n le sirve solo para afilar
y
pulir la ho)a con
que hiere a su adversario. No quiero ni puf!dO des–
cribir las escenas de aquel dia. Partimos en larga
r•rocesion siguiendo a mi madre, que marchaba a
la