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JOAQUIN V. GONZAl. l·:z
Este conjunto
y
sucesi6n de imagenes, suscita–
das por tan extrafios ruidos, fueron de tal manera
sobreexcitando mi imaginaci6n, que llegue a sentir
verdadero terror, hasta figurarme que esa gruta era
reahnente la guarida de alguna legion infernal, que
deliberase el modo de arrastrarme a sus cuevas in–
mundas y despedazarme en un fesdn, en
el
cual
mi
sangre seria el licor servido en craneos de victimas
antiguas. No me atrevia a respirar, por miedo de
que al mover mis ropas, advirtiese algt1n espia de
la endemoniada turba mi presencia, y
ha~ta
los la–
tidos de mi cora;z6n me paredan repercutir con es–
trepito en aquella spledad y en esas alturas, donde
las ecos son tan susceptibles
y
fugaces, que no pue-–
den guardar secreto de la caida de una ho ja, ni
de la levisima inclinaci6n de la flor donde se posa
una luciernaga errante.
Hice un supremo esfuerzo de valor y abri las
ojos. El alba sonrosada dibujabase ya en el hori–
zonte, los astros palidedan, las vapores acuosos del
rodo recogianse en las hondas quebradas en masas
densas coloreadas de casi imperceptible rubor. So–
hre el agudo pico de un cerro pr6ximo asom6 ra–
diante, como una explosion de luz, el astro de la
aurora, el planeta que viene del Oriente derraman–
do torrentes de amor. Volvfme ansioso a ver la gru–
ta de los rumores nocturnos, y lo que en ella con–
temple, no ha de ser pintado en una frase, porque
es un poema de primitiva grandeza, donde lo nue–
vo, lo virginal
y
lo sublime hacen que la mirada
se suspenda, y
el
alma se sujete a la contemplaci6n
de sus cuadros y escenas sucesivas, impregnadas de
solemnidad
y
de religioso misterio. Era el despertar
de la gruta de los c6ndores a las primeras clarida-