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I

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JOAQUIN V. GONZALEZ

cada uno de nosotros. Las rafagas cruzan rozand<>

nos la cara como manos de espectros que pasasen

en ronda invisible, dejandonos solamente la impre–

si6n de sus caricias de hielo,

y

se

al~jan

y se des–

vanecen en los abismos los ecos de sus risas aspe–

ras, como crujido de secos troncos que raja el rayo,

como graznidos de aves nocturnas, huyendo desp'a–

voridas del vendaval inminente.

No puede seguir adelante la pequefia caravana.,.

· porque los baqueanos han perdido las rumbas,

y

el

viento ha borrado la senda que serpea entre ro–

cas puntiagudas

y

arbustos enmarafiados como rep–

tiles interminables; a cada paso, en la profunda

obscuridad, sentimos garras que nos detienen

y

ras–

gan los vestidos

y

las carnes, superficies erizadas

de muros graniticos que nos estrechan

y

nos recha–

zan. Los cardones salvajes, cual colosales momias

alineadas en de.s0rden, revestidos de su cota de ma–

lla de impenetrables espinas, silban con siniestros

y

agudos chirridos al cimbrarlos el viento,

y

nos ame–

nazan desde sus pedestales; los pedruscos que nues–

tras bestias remueven al costear los precipios, lan–

zindose al fondo, arrastran otros mil a su paso,

y

por largo espacio se perciben, primero

el

rumor cre–

ciente,

y

luego

el

estruendo formidable de una ava–

lari.cha que se derrumba hacia los abismos invisi–

bles. De tiempo en tiempo levisimas claridades inun–

dan los senos repletos de nubes,

y

se percibe, com.:>

viniendo de muy lejos, el eco ' difuso

y

grave de

un trueno perezoso, semejante al grufiido de un

monstruo que sofiara en la selva.

Ya es imposible continuar la marcha; echamos

pie a tierra, obedeciendo al consejo del guia, ex–

traviado

y

sin salida en aquel infierno de rocas api-