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no

JOAQUIN V. GONZAI,ltZ

el

verso fulgurar con la irradiaci6n que las en–

vuelve al cruzar por los espacios del cerebro. Esos

pequefios cuadros que viven

y

se mueven dentro

<lel hueco de una pefia, en el fondo del arroyo

transparente, se me figuran los que ven los nifios

·<:uando duermen, por eso sonrien

y

agi_tan sus ma–

necitas creyendo atrapar la reina alada del enjam–

bre, cuando pasa envuelta en lampos de luz, arras–

trada por corceles radiantes en la carroza de Mab,

y

seguida por apifiada corte de <lamas y pajes, dan–

zando al son de musicas solo por ellos oidas.

Una de aqueilas tardes incoloras y glaciales, mi

padre

y

yo mirabamos a lo lejos, sabre la cima de

la sierra de Velazco, un nublado denso en cuyo se–

no fosforesdan a largos intervalos relampagos di–

fusos e indecisos; paredanos hasta oir el eco mo–

ribundo de los truenos, coma son en la epoca de

fos frios, debiles, languidos, destemplados como

tambores

funebres~

cual

si

brotasen de las nubes,

entumecidos, envueltos en pesados ropajes donde

se apagan al nacer las voces.

Representabame una batalla cuyo campo los dio–

ses hubieran velado para ocultar horrores, y de la

cual el estampido de los cafiones solo llegaba a nos–

otros al extinguirse en las ondas; sentia toda esa

agitacion profunda de los que a distancia contem–

plan un combate real, del que no distinguen sino

los rumores y la gigantesca agrupaci:6n de los tor–

bellinos del humo que cubre los ejercitos. -

t

Habra

algt'in

hombre, pregunte, que haya llegado al medio

de esas nubes? - Si, respondio mi padre, yo estuve

alli muchas veces, los rayos han cruzado por enci–

ma de mi cabeza y los truenos han reventado cerca

de mi. Le mire coma a un ser extraordinario, cnn