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JOAQUIN V. GO.N'ZAI,2Z

campestre; pero bajo,

muy

bajo,

y

sin

que nadie

pueda percibir las palabras, ni el tono, ni el com–

pas.

Un recogimiento casi religioso reina durante

ese ensayo o aprendizaje, hasta que Ilega

el

dia

y

atruena los aires la canci6n misteriosa, impregna–

da de alabanzas al carnaval, de frases burdas, amo–

rosas o sentimentales,

y

alguna vez con alusiones

a los gobiernos y a los sucesos que mas impresio–

naron

sus

espiritus

en

la epoca.

He penetrado en el fondo de la sociabilidad

de

esoti

pueblos ; he estudiad0 los ritos, las costum–

bres

y

las ideas embrionarias ; pero una sombra

im–

penetrable cnvuelve la filiaci6n sociolOgica de aque–

lla instituci6n y

de

las ceremonias carnavalescas

que

voy

a rela.tar, en las cuales parece aquella ma–

sa semisalvaje pugnando par volver al punto de

partida, a la existencia selvatica de la cdad inculta,

impelida por alguna fuerza la.tente de atavismo, o

por las influencias todavia

Tigorosas

de la tierra

que la sustenta.

Una de esas noches de carnaval, en que poc

to–

das partes sc oye rumor de orgia

y

concierto de

tamboriles, pude presenciar una escena que ha

que~

dado en mi memoria como una incrustaci6n, aun–

que velada por la niebla de veinte afios. Era en

el

patio de un rancho de las orillas de un pueblo.

Circundabalo una

fila

de bancos de madera, sobre

los ouales, en alegre

y

cortesano buliicio, se senta–

ban hombres y mujeres entremezdados, guardando

al principio cierta moderaci6n y compostura res–

petuosa; todos ellos ostentaban gruesos ramos de

albahaca,

y

mostraban todavia en

el

rostro, en Ia

cabeza

y

en los vestidos las

sefi~les

del almid6n

y

del agua con que

j

ugaron en

el

dia. A un Iado,

y