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JOAQUIN V.
GONZAL~Z
retirarse todos,
sin
fijar siquiera la atencion en que
mi
abuelo arroj6 antes que su hermano el resto
<lei
cigarro puro. Al separarse los dos, este le dijo
riendo:
-"Bueno, Guillermo, puedes ir preparandote pa–
ra
mi
entierro. .Me ha tocado la bolilla negra".
Alli todos esos viejos despreocupados del mun–
do
y
del trabajo personal, se levantaban a los pri–
meros anuncios del sol, cuando ·dora los
cogollos
de los alamos del huerto de enfrente. El corredor
donde
a
dormia era abierto al naciente, y aquella
maiiana vieronse en
el
caso de colgar cortinas
al
lado
~e
su cama, porque
el
sol ya lanzaba sobre
ella punzantes rayos. Llegaron
las
nueve entre las
zozobras,
las
conjeturas siniestras y las dudas, en–
tre si debian o no despertarle de tan profundo e
inusitado sueiio. La viejecita su esposa no pudo
resistir mas,
y fue
despavorida a sacudirle. Estaba
duro,
frio
como un tempano, y ni una arruga habia
en
la
sabana a no ser
la
depresion formada por
el
peso del cuerpo.
Bien pronto se cumplio el funesto vaticinio pro–
nunciado en un momenta de buen humor; pero no
tardo mucho tiempo su hermano en seguir sus hue–
llas,
y
en apagarse ya la llama de aquel santuario,
conservado por la presencia de los ancianos
y
por
el religioso respeto que inspiraban a sus hijos, re–
flejandose sobre el hogar
y
sus relaciones domcs–
ticas.
Cuando despues de veinte afios ·de ausencia he
vuelto a visitar aquellos sitios, consagrados por la
poesia
y
los ensuefios de mi infancia, lo confieso,
he llorado a so
las
sin poderlo resistir. Estaban los
iauces, los 3.lamos y los naranjos tan descoloridos;