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120

JOAQUIN V.

GONZAL~Z

retirarse todos,

sin

fijar siquiera la atencion en que

mi

abuelo arroj6 antes que su hermano el resto

<lei

cigarro puro. Al separarse los dos, este le dijo

riendo:

-"Bueno, Guillermo, puedes ir preparandote pa–

ra

mi

entierro. .Me ha tocado la bolilla negra".

Alli todos esos viejos despreocupados del mun–

do

y

del trabajo personal, se levantaban a los pri–

meros anuncios del sol, cuando ·dora los

cogollos

de los alamos del huerto de enfrente. El corredor

donde

a

dormia era abierto al naciente, y aquella

maiiana vieronse en

el

caso de colgar cortinas

al

lado

~e

su cama, porque

el

sol ya lanzaba sobre

ella punzantes rayos. Llegaron

las

nueve entre las

zozobras,

las

conjeturas siniestras y las dudas, en–

tre si debian o no despertarle de tan profundo e

inusitado sueiio. La viejecita su esposa no pudo

resistir mas,

y fue

despavorida a sacudirle. Estaba

duro,

frio

como un tempano, y ni una arruga habia

en

la

sabana a no ser

la

depresion formada por

el

peso del cuerpo.

Bien pronto se cumplio el funesto vaticinio pro–

nunciado en un momenta de buen humor; pero no

tardo mucho tiempo su hermano en seguir sus hue–

llas,

y

en apagarse ya la llama de aquel santuario,

conservado por la presencia de los ancianos

y

por

el religioso respeto que inspiraban a sus hijos, re–

flejandose sobre el hogar

y

sus relaciones domcs–

ticas.

Cuando despues de veinte afios ·de ausencia he

vuelto a visitar aquellos sitios, consagrados por la

poesia

y

los ensuefios de mi infancia, lo confieso,

he llorado a so

las

sin poderlo resistir. Estaban los

iauces, los 3.lamos y los naranjos tan descoloridos;