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que el Sorata, el Illimani, con el abrigo de sus
quebradas
y
sus breñales.
Hasta allí, hasta la altura van las llamas de los
Yungas, de los valles bajos, sumisas
y
débiles. El
temporal las entona; las nevascas dan consisten–
cia a su lana hirsuta ; la meseta, en fin, las acoge
en su convivencia campesina. Al aire libre, fren–
te al sol, a las lluvias, al viento inapiadado, a
las estrellas lánguidas como el mirar de sus ojos,
toman bizarría los machos, gracilidad las madres,
agilidad
y
viveza sus cabreruelos . . . Y ocurre a
menudo, que la humildad de la intrusa, que llegó
un día del solar del cafeto
y
de los plátanos, ra–
leada de pelambre
y
enteca, se torna en orgulloso
desvío, con el paso seguro, el cuello erecto
y
la
mi–
rada de de dén ...
Y el indio que a endió en el altiplano
y
en la
sierra, a sufd
Y.:
amar, a sep.tir
y
aborrecer, ha
aprendido eiL la alencia de esta sumisión conven–
cional, que
(7.
hombr.e debe tambilé-n tener el cora–
zón veleid so del ebaño vagabundo, cuando recla–
ma la hospitalidad de su cubil.
---<j
Ah, la llama forastera
! . ..
¡Y la llama se va! Va desapareciendo -poco a
-poco este ganado -providencial de la meseta. La
gratitud popular la llamó un día "tren boliviano",
cuando la locomotora no había cruzado aún las al–
tas pampas con su penacho de humo. Pero el indio,
mientras se civiliza, mientras busca los medios fá–
ciles -para ganarse la vida
y
asegurar escuelas en
sus villorrios, va despegándose de su -providencia,
de su prolongación, de su '' sim.ile similibus' ', sim–
bolizada como un rasgo típico del país hasta en el
escudo de la nación.