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su am.istad y la instituyó como ofrenda en el culto

de sus dioses. La llama advocó al astro del día,

como que era hija de una bendición providencial

que tutelaba la vida de aquellos pueblos primi–

tivos.

Desde enton ces

se unieron en la estepa con

iguales destinos, hasta identificarse en la soledad

de los campos como una prolongación ancestral.

Para el indio, la llama no era sólo la bestia (}ar–

guera: era su carne y su vestido, su poncho

y

su

calazdo. Sin el algodón de sus

<~ yungas

", lana fina

de llamas había de devanarse en la rueca de sus

mujeres, para la tela recia que soportaría el ven–

tisquero; sin el "churque ''' sarmentoso, que ali–

mentó el hogar, la ' ' taqtl.iaH calentaría las noches

crudas del _rancho; sin los e pinos de sus selvas,

los liue os af" ados del noble animaL, serían leznas

par-a su talabartería

rudimentaria, carreteles

y

punzones para sus telares; sin los eléboros, que

die on zumos- virtuosos a su farmacopea silvestre,

las anas quemadas debían cauterizar sus llagas

y

estancar la sangre de sus heridas ...

La llama tiene

la

rudeza del camello y la dul–

zura del antílope. Fué, sin duda, asiática su pro–

genitura. Gibas adiposas debieron desformar sus

lomos. Pero el clima de la altiplanicie modificó

su contextura, limitó su tamaño y .cubrió su cuer–

po de lanas tupidas, como un recurso defensivo

contra el clima glacial ...

<~"Carnero

de las

Indias~',

le llamaron los pri–

meros hombres de la conquista. Se le encontró en

el Perú, pero sus rebaños se extendían por las

altas mesetas

y

el espinazo de los Andes,

y

-por el

Jffil'

hasta· \Chile

y

las provincias del Tucumán. De