-134-
su am.istad y la instituyó como ofrenda en el culto
de sus dioses. La llama advocó al astro del día,
como que era hija de una bendición providencial
que tutelaba la vida de aquellos pueblos primi–
tivos.
Desde enton ces
se unieron en la estepa con
iguales destinos, hasta identificarse en la soledad
de los campos como una prolongación ancestral.
Para el indio, la llama no era sólo la bestia (}ar–
guera: era su carne y su vestido, su poncho
y
su
calazdo. Sin el algodón de sus
<~ yungas
", lana fina
de llamas había de devanarse en la rueca de sus
mujeres, para la tela recia que soportaría el ven–
tisquero; sin el "churque ''' sarmentoso, que ali–
mentó el hogar, la ' ' taqtl.iaH calentaría las noches
crudas del _rancho; sin los e pinos de sus selvas,
los liue os af" ados del noble animaL, serían leznas
par-a su talabartería
rudimentaria, carreteles
y
punzones para sus telares; sin los eléboros, que
die on zumos- virtuosos a su farmacopea silvestre,
las anas quemadas debían cauterizar sus llagas
y
estancar la sangre de sus heridas ...
La llama tiene
la
rudeza del camello y la dul–
zura del antílope. Fué, sin duda, asiática su pro–
genitura. Gibas adiposas debieron desformar sus
lomos. Pero el clima de la altiplanicie modificó
su contextura, limitó su tamaño y .cubrió su cuer–
po de lanas tupidas, como un recurso defensivo
contra el clima glacial ...
<~"Carnero
de las
Indias~',
le llamaron los pri–
meros hombres de la conquista. Se le encontró en
el Perú, pero sus rebaños se extendían por las
altas mesetas
y
el espinazo de los Andes,
y
-por el
Jffil'
hasta· \Chile
y
las provincias del Tucumán. De